Hace unos meses, en mayo más concretamente, formé parte del Seminario de Duoda, «El Feminismo de las más jóvenes» junto a Elena Álvarez, Aura Tampoa y Chiara Zamboni como madre simbólica de nosotras tres, las más jóvenes.
Fue una experiencia preciosa por única y por alentadora. Hoy, por fin, tengo en mis manos la Revista Duoda (formato libro, no es una magazine) número 43. En ella se recoge el texto que presenté y compartí (unto con los otros dos increíble de Elena y Aura) así como las palabras del fértil coloquio que se tejió al final de las exposiciones. Os confieso que estaba loca por tenerlo entre mis manos y leer estas palabras capturadas en el momento presente, en relación a las preguntas de las mujeres y hombres asistentes.
Para abrir boca compartiré un pedacito de lo presentado por mí esperando que os hagáis con un ejemplar (Cuando salga. Si sois de Barcelona podéis comprarla físicamente en la Librería Pròleg y sino podéis pedirla on line) Especialmente aquellas mujeres que no creéis que el feminismo pueda aportar nada nuevo y también aquellas otras, ya feministas, que queráis saber que sienten y piensan algunas jóvenes feministas. Por supuesto ninguna de las tres hablamos en nombre de nadie más que en el nuestro. Éste es el punto común de nuestras intervenciones. Las tres nos alejamos de teorías pretenciosas y universalistas que dejan de lado los cuerpos y las voces propias. Por supuesto que hay una semilla que busca ser acogida por la que así lo sienta pero en calidad de brote que necesita de la tierra de cada cual para poder emerger con toda su potencialidad.
Hago silencio y podéis leer tres pedacitos de aquel sentir que aún cabalga en mí.
«Y así me hice mujer»
En éste, mi cuarto de estudiante, recuerdo los días en los que me rompía, así como también mi infinita capacidad de romper y romperme. Esa capacidad que se desarrolla cuando se desconfía del propio cuerpo y no se consigue acceder al otro cuerpo,-comenzando por el cuerpo de mi madre y terminando en el cuerpo del medio novio- porque la mediación entre cuerpos se ha roto por falta de palabras y silencios que lo hagan carne. Todo lo que en su día conseguí cuelga de las paredes y decora estanterías. Me rodea pero no me atraviesa. La foto de la orla de la universidad me observa en vacío, en suspenso. Aquí, en la casa de mis padres, nombrarme como mujer se convierte en una batalla que yo sola creo y, a la vez, hago desaparecer. No me gusta enfrentarme -ponerme de frente, enfrente de ellos- desde la rabia, pero en esta casa, algunas veces, siento que los muros se caen sobre mí si no marco mi identidad a golpe de fríos gestos y sonadas palabras. “Se juega tu identidad” me digo, me decía, lastimándome por sentir la gélida daga de la infidelidad de las palabras que me fueron, aquí, dadas. Trato de explicarme, de nombrarme, pero mis palabras ya no son las suyas, las nuestras. Aquellas que me fueron dadas en la infancia no señalan lo que yo siento, lo que en mí existe y no fue nombrado. Aunque reconozco que es, en el reencuentro con estas primeras palabras, donde nace el giro adecuado para comenzar a nombrarme. Es un recorrido en espiral, en el que a veces, corro el peligro de perderme. Ante esta posible pérdida de mí, nombrada, en el encuentro con mi madre y con mi padre, a veces, me siento vendida por ellas y… balbuceo. Siempre me expresé con excelente corrección -así aseguraban las maestras y los profesores- pero cuando vuelvo al hogar de origen y me muestro como la mujer que soy, siento que he de justificarme ante los cambios que he elegido hacer en este mi cuerpo que es, a su vez, la obra materna -como nombra María-Milagros Rivera [i] al cuerpo- de la mujer que rememora los tiempos en los que mis hábitos, mi ropa y mis adornos eran de verdadera mujer. Como ella diría -junto con mi padre- “cuando eras más femenina”. Pero este tema de mi feminidad laxa deseo desarrollarlo palabras más adelante. Por el momento, en este momento, deseo compartir que en ésta, mi primera casa, únicamente tengo ganas de ser amada por quien soy. Lo mismo que cada una de las que aquí estamos, independientemente de la edad que tengamos. La gran sorpresa es que ya lo soy. Mi madre, mi padre, mis amigos y amigas de toda la vida me aman tal y como soy. La cuestión es que yo habito en el inagotable e inabarcable infinito del reclamo. La medida es lo que exijo constantemente. Una medida para amar desde mí a mí y amar desde mí a la otra y al otro. La medida que mi madre tiene es la que ha logrado coser entre los retales que dejó mi abuela. La medida de mi abuela es la de “vales tanto como la gente de la calle diga que vales”, una medida del padre, de lo externo. Una medida inasible y contradictoria que te deja en suspenso y a la intemperie. Mi madre creó a partir de la carencia y el exceso -como todas las creaciones- Recogió la siembra de mi abuela, el fruto de las mujeres cuya mesura era la desmesura del Otro: el exceso de imperativos y reclamos. En su acto de huir, mi madre marcó una contradicción: la medida no residía en los Otros ajenos, sino en ella y en mi padre. La medida dada por el Otro y la Otra originarios. La mesura endógena, la mesura de mi propio cuerpo, siempre ha sido insuficiente pese a ser siempre incentivada. El imperativo de ser quien era se mezclaba con el imperativo de ser quien ellos imaginaban que podía llegar a ser e ,incluso, con la imagen de mí que ya habían creado, pese a la evidencia de la que realmente era y que, por supuesto, trataba de ocultar para no decepcionar a mis dos grandes amores. Tomando perspectiva, observo que esta paradoja da espacio a una realidad: es en mi primera relación, en la relación entre cuerpos, entre el cuerpo materno y el cuerpo de la hija, donde la medida, media. Durante aproximadamente 18 meses de vida fuera del útero -exterogestación y el concepto de continuum- el cuerpo de la madre y el cuerpo de la hija, o hijo, es un todo delimitado en dos cuerpos diferenciados en dependencia mutua. Es esta contradicción natural que ya se da en el útero -ser un cuerpo único en otro cuerpo- la que me interpela. Entre la que pudo haber sido y la que soy, entre la que se esperaba de mí y la que soy por decisión e indecisión propia, cabalga mi medida. Entre la medida de la madre y la medida del Estado. Mi cuerpo como lo propio y lo ajeno de su cuerpo y mi cuerpo como el cuerpo de identidad social, con número de identificación y domicilio fiscal. Es justo ahí, en la certeza de la incertidumbre, donde habito.
Lejos de valorar el caos como una falta o un reto, acepto la condición natural del cambio como único lugar seguro. El cambio, en mi cuerpo de mujer, es un continuo. Cada fase de los ciclos sexuales de una mujer -a saber, ciclo menstrual y ciclo de la maternidad- es un cambio, una vuelta más en la rueda de la vida. Hacer mío lo que ya era evidencia corporal -nuestro cuerpo habla el lenguaje de la evidencia y domina el de la translucidez- supuso, en mí, la eclosión de mi cuerpo de mujer. Mi cuerpo, el cuerpo de esta mujer que soy, no estaba defectuoso ni era deficiente. Mi cuerpo en sus ciclos mostraba -y muestra- diferentes enfoques de ver, oler, saborear, sentir, escuchar e intuir el mundo en una sola piel, mi piel. Este descubrimiento que, como casi todos los descubrimientos, es un reconocimiento, marcó y continúa marcando un antes y un después
en mi hacer y no-hacer de mujer.
[i] María-Milagros Rivera “Vivir el cuerpo como un don” DUODA. Revista de Estudios Feministas, 37 (2009) 31-46.
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Muchas de las mujeres a las que acompaño se preguntaron entonces ¿Qué es eso tan horroroso que dicen que soy?
Es la palabra del hombre definiendo nuestro cuerpo la que nos aleja de éste y, por ende, de la primera morada: del cuerpo materno. No hay cuerpo con mayor evidencia de ser carne, jugos y humores que el cuerpo de la madre y es, contra este cuerpo, contra el que la hija se rebela en el momento en el que el color rojo confirma aquella lejana sospecha de tener un cuerpo que difiere del normal. La niña, lejos de habitar su cuerpo de mujer con gozo -¿acaso su madre se vive de este modo?- ve encarnada en su cuerpo la decepción. Su cuerpo incontrolable y falible -enfoque patriarcal- le es ajeno y es, esta ajenidad, el punto cero de su rebeldía contra el sistema. Sistema que siente marcado a fuego en la disociación mente-cuerpo y contra la que luchará sin comprender que su cuerpo es el único aliado y el único medio posible para saberse y vivirse libre. Pudiendo reconocer, quizás más tarde, que el cuerpo, realmente, no es un medio sino la medida de nuestro ser en este mundo. Y es a él y a su voz -el deseo- a quien debemos obediencia para ser libres. Pues, como dijo María Zambrano, “mi mayor libertad ha sido la obediencia[i]”.
[i] Entrevista a María Zambrano por Pilar Trenas en el programa “Muy personal” de RTVE, 1988
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Como mujer, joven y feminista es posible que se espere de mí, en estas últimas palabras, una pista sobre el futuro del feminismo. Realmente siento que el feminismo, como movimiento único, no existe -disculpad mi atrevimiento, entended, por favor, mi edad- porque lo que realmente existen son las mujeres y también algunos hombres, en práctica feminista -entiendo la teoría como la reflexión de la práctica-. Una práctica que atraviesa el cuerpo, que nace del propio cuerpo y, sin el cual, el feminismo corre el peligro de quedarse en ideas que dividan, mutilen y deformen el increíble todo que somos como cuerpos únicos y como personas en relación eterna. Si recogemos la práctica y su reflexión bajo el término feminismo de una manera viva, capaz de actualizarse como el torrente de un río, entonces éste no caducará nunca. Cambiará, mudará la piel, pero no morirá. El feminismo como movimiento del cuerpo, cuerpos habitados desde el deseo, atendiendo a éste, en flujo constante con éste, es imperecedero. El deseo es carne en la propia carne y es éste el corazón palpitante que nos mueve a las mujeres, jóvenes y feministas de principios del siglo XXI. Es a través de él -el deseo- que yo, Erika Irusta Rodríguez, me hice mujer. Un hacer que, sin el reconocimiento de la obra materna, no tendría más valor que el papel mojado; es por ello que, gracias a mi madre y a pesar de ella, habito con rabiosa intensidad este joven cuerpo de mujer.