Siempre me lo pregunté. Creo que hasta que he salido empapada de la ducha seguía preguntándomelo. Cuando lo he sabido, no se ha iluminado ninguna bombilla. Porque de todas todas, nada es como se espera. De lo que hablo es del amor. Sí. Esa enorme palabra que se hincha en nuestra boca y se achica en nuestras manos. Esa que todxs buscamos, muchxs creen sobrevalorada y otrxs tantxs se ocupan de deformar.
He descubierto lo que es el amor para mí. No para ti. Ni para mi nueva vecina recién divorciada. Y lo he descubierto a través de un sinfín de sucesos feos. (Utilizo feo porque es el adjetivo perfecto, no porque no se me ocurran otras palabras.) Además lo he descubierto a toro pasado. Y no, no han bajado ángeles ni se han inflamado el pecho de inmaculadas tórtolas. Tampoco el sujeto (¿objeto?) de este descubrimiento ha sido Alex, mi compañero, amigo, amante y otros apellidos. Como veis todo ha sido muy diferente al imaginario colectivo. Pero sí, la cuestión es que sé qué es el amor (para mí) y sé que amo. Algo que pese a evidente (que lo es y tampoco) una nunca está segura de si es amor o es cariño o es aprecio o es interés o es pasión o es ese barco velero cargado de sueeeños. Y como os digo me he dado cuenta un día después y a 700km del momento en cuestión.
Todo comenzó algún día de éstos. Como las cosas importantes, me pasó totalmente desapercibido. Especialmente porque mi sujeto amoroso se daba por hecho. Es una tremenda estupidez dar por hecho el amor por algo tan sutil como los vínculos de sangre, pero bien, se daba por supuesto que yo amaba ¡Qué narices! yo misma he dado por hecho que amaba a mi padre, a mi madre, a mi perra, a mi primo,… pero en realidad hasta hoy, que me he caído del guindo, no tenía ni idea de si esto era cierto o sólo un cliché más de esos que te codifican en el disco duro al nacer: «Amarás a tu padre y a tu madre» e historias de esas que todas sabemos (y muchas padecen). Pues bien, ayer a eso de las 19,30 (aprox.) hora española peninsular ocurrió lo que hoy he comprendido. Y sucedió en una fría habitación de hospital, en la unidad de cuidados intensivos del hospital Marqués de Valdecilla, con la mano hinchada de mi abuela entre mis manos. Acariciando el cabello tieso de color cobre y plata, mirando con temor cómo subían y bajaban los número verdes de la pantalla, algo me cruzó el pecho. Pero no algo de fuera, sino algo explotó dentro. Algo que intuyo llevaba allí toda la vida pero que, hasta el momento, no decidió a abrirse de par en par. Miles de pensamientos estúpidos pasearon alegres por mi cabeza. No hubo un momento en el que pudiera pensar con claridad. Algo que no sé escribir (aún, puede que alguna vez me acerque a amarrarlo suavemente a una palabra) me llenó mientras me vaciaba. Salí de la habitación rota. Pero nadie lo pudo ver. (He corroborado estos días que soy un muro de titanio con grietas.) Estaba muerta de miedo. Acababa de despedirme de mi abuela con pánico. Tanto que no le di la espalda a su cama en ningún momento. Descubrí que mi niña tenía (tiene) terror a despedirse, quizás, por última vez.
Pues bien, hoy ya en mi casa, sola y tras una larga ducha caliente he comenzado a tararear la canción de «Adiós» de La Oreja de Van Gogh (no me gusta nada el grupo, que conste). Esa canción la ponía una y otra vez en el 2004 cuando viví un amor de película (primero romanticona, después de terror y más tarde de serie B). Poco a poco y SIN pensar (¡Qué de cosas interesantes me pasan sin pensar!) me he dado cuenta de que estaba cantando esa canción pensando en mi abuela. Sin saber cómo narices, he hecho la asociación. (Puede ser que todo venga de cuando trabajé en los talleres de prevención de violencia machista. En ellos poníamos las canciones de este grupo como muestra de los mitos de amor romántico y lo nefastos que son para la construcción cultural del amor y demás historias.) Sí. He unido esas palabras melosas con la vivencia de ayer y mágicamente he sentido, lo que para mí es el amor. No ha sido bonito. Esto quiero dejarlo claro. Tampoco ha sido doloroso pero gustoso (como cuentan estas canciones). No. Ha sido …. ha sido… emmmm… Ha sido. No puedo diseccionarlo por más que lo intente. No me he sentido, ni me siento más grande ni iluminada. De hecho os confieso (ya sabéis lo que me gusta confesarme con vosotras) que me siento triste, melancólica. Sí, es una melancolía dulce, como la saudade. Creo que en verdad lo que siento es que la realidad se ha impuesto sobre los mitos amorosos. No siento que daría todo por ella (no sé si lo daría por mí). No me muero sin su presencia (aunque me angustia no estar ahora con ella). No me redime de todos los males… Pero sé que lo que aquí ha saltado por los aires es amor. Alguna dirá «ya, pero ¿qué es el amor?» y yo sólo se responderle: contener su fragilidad entre los pliegues de mi pánico.
Sí, eso es mi amor. No es grandioso ni monumental, pero al menos sé que amo. A mi abuela, no a un caballero andante. Pero si lo pienso bien (que no debería) esta ventana al abismo que se ha abierto, me despeina y me hace más … más… ¿libre? no sé, pero sí más real, menos arrogante. La abuela me acaba de enseñar que el amor viene de serie, por eso no está fuera. Hay personas y/o momentos que te sacuden y lo activan. Sólo eso. Dentro. Todo el tiempo. Esperando a dejarte llena de nada o vacía de todo. Sin regordetas nubes de algodón o pomposas hadas madrinas. Sólo ku*
*Concepto Zen, que se podría traducir como vacuidad ligada al absoluto. No he encontrado otro término que lo describa mejor.
Día 7: fase preovulatoria