A mí no me ha servido. Así empiezo la vuelta al cole ¿Qué carajo es lo que no te ha servido, Erika? Pues no me ha servido nada de la teoría que había desarrollado estos últimos meses sobre mi cuerpo. Con la teoría siempre me pasa lo mismo. La desarrollo hebra tras hebra para, confesémoslo, huir de lo que de verdad tiene miga, que es la práctica. Lo que digo que no me ha servido son los cuentos ésos, que tan bien intencionadamente nos hacemos, sobre que el cuerpo no es tan importante, que el físico no lo es todo, que la belleza es interior. No es que me haya dado un golpe en la cabeza y ahora apueste por un modo de vida basado en el (in)culto al cuerpo, pero es que el tema este de las frases bonicas que pasean por las redes de meme en meme, suelen ser (auto)tapaderas.
Como ya he contado en varias ocasiones (lo repito sólo para marcar mi punto de partida), en mi adolescencia, viví temporadas obsesionada, de manera patológica, con mi cuerpo (¿hay modos no patológicos de obsesión?). Decir que tuve anorexia es la frase común pero no me gusta ni un poquito hablar de ella como algo que tuve y se marchó, porque la obsesión por cómo veo mi cuerpo sigue manifestándose de vez en cuando. Especialmente en la fase premenstrual, que es la fase en la que los fantasmas acostumbran a salir del armario. Bien, este verano quise plantarles cara. Comencé con mi teoría y mis buenas intenciones. Me miraba en el espejo y me recordaba lo única y original que era. Frases como «Soy bonita y me quiero» se iban mezclando con «Qué más da no ser bonita, lo que pida el patriarcado de mí, no lo va a conseguir» y «¿Eso es un grano en la napia?». Dependiendo de lo que acontecieran los días y mis niveles de hormonas mis sentimientos iban centrifugándose en una auténtica montaña rusa. Además se sumaba que este verano me planteé vivir mi cuerpo (vivirme) desde el femenino normativo. Hice frente a mi gran asignatura pendiente que, en mi caso, no era otra que el de los tacones, la larga melena suelta y el sujetador. Yo nunca he practicado este deporte de riesgo y es desde mi realidad que quiser experimentar desde ahí (esto será materia de varias entradas y material para boletines y conferencias así que no lo destripo aún). La cuestión es que he querido vivirme desde una perspectiva que siempre he postergado por pánico a no encajar. Sí, ésta es mi verdad. Mi cuerpo nunca ha sido un cuerpazo de revista y, aunque sepa que esto es perfecto, siempre ha habido en mí un sentimiento de resentimiento.
Este verano decidí ir más allá del «sé que el sistema está diseñado así para que yo me sienta incómoda en mi cuerpo y así ser vulnerable y permeable» y del «mi cuerpo es perfecto tal cual es» para adentrarme en el «¡joder! porque no puedo tener el cuerpo de Gemma» y en el «no me saques fotos de cuerpo entero». El resultado no ha sido concluyente, si es lo que estáis esperando. Aún estoy digiriendo está inmersión total en los abismos de mi piel. Me encantaría deciros que he salido renovada y victoriosa, porque en realidad no me siento así. Me he dado cuenta de que lo único que habita en mí, en relación a este tema, es un montón de teoría que, corporalmente, no me creo. Os confieso que me duele mucho decir esto, pero a la hora de estar en bikini y salir en una fotografía, mi teoría feminista se me pierde en el «por favor, por favor, que no salga la barriga». Y sí, no soy tan naïve, para creer que por ser feminista todos los males se te pasan y las nubes se levantan y bla bla bla. Pero sí que me he sentido decepcionada por mí misma, porque de nuevo la realidad corporal supera a la construcción mental. Es darse cuenta de que por mucho que una se trabaje la cuestión cultural a mil niveles de profundidad, el cuerpo siempre tendrá una marca que señale que no eres sólo hija de tu madre sino también de tu tiempo.
Las largas temporadas en las que he pasado olímpicamente de arreglarme y mimarme (a niveles estéticos) no me hicieron más dura ante mis juicios, simplemente los obviaba. Cierto es que muy pocas veces me he puesto así o asá para gustar a nadie (menos a un tío) o dar una buena impresión, casi siempre (por no ser absolutista) lo he hecho para estar a gusto conmigo misma. Pero aún así siempre me he sentido caminar de puntillas para no despertar al monstruo que habita en mí. Ése ser gigante que me señala y humilla, que se alimenta de las frasecillas sueltas de familiares y vecinas, y que crece y crece cuanto más me comparo con otras mujeres. Os prometo que he leído un montón sobre esto y que, como bien sabéis, me dedico al cuerpo. Pero la puerta no se abre desde los libros. Claro que haber reflexionado sobre el cuerpo de las mujeres en esta cultura me ha dado un enfoque claro y herramientas certeras para pasarme este verano diseccionando mis miedos y temores. Pero sin el espacio y el arrojo (locura) para adentrarme en mis tripas, no tiene sentido que yo hable del cuerpo. Es super bonito escribir mensajes motivadores sobre un fondo pastel de maripositas verdes que diga «Ámate mujer» o compartir una foto cañera de una mujer amando sus carnes, pero esto ha de servir para algo más que la reivindicación. Por cada celulitis justificada teóricamente quiero una mujer, que haya compartido esta información, sin pareo por la playa. Esto es más complicado. Normal. A mí me pasa a menudo. Se me va la fuerza por la boca. Pero este verano no he dejado que el efecto cerveza (mucha espuma y poca chicha) siga su curso.
Me he dado cuenta de que tengo un problema derivado del contraste entre ficción y realidad. Esto es que la imagen que creo de mí y la imagen que se crea de mí, no coinciden entre ellas y, a la vez, no coinciden con la imagen real de mí. O quizás resulte que no existe imagen real como tal sino la suma y superposición de las distintas imágenes que creo de mí (en base a mis 4 mujeres y a mi ciclo hormonal) y la suma y superposición de las imagenes que proyecto y aquellas imágenes que imagino que proyecto. Un lío ¡eh?. Pues entre imagen e imagen, acabo sin verme tal cual soy. Pero ¿Quién soy?. Dependiendo de mi nivel de estrógenos me veo mejor o peor. Me recuerda a las lentes para graduar en una visita al optometrista. Si tengo una boda es muy posible que me vea peor porque el nivel de (auto)exigencia es mayor. Este momento responde al conflicto entre lo que veo ese día y lo que imagino van a ver en mí, con lo que, si eres una maniática perfeccionista como yo, acabará por hacerte bajar todos los santos del calendario. Venga va, es mejor pasar 3 kilos de preocuparse de estas cosas ¿verdad? Bueno, pues igual, pero si cuando te pones delante de un espejo o de una cámara deseas salir corriendo y evitas ciertas zonas de tu cuerpo, ocuparse de otras cosas es una tapadera. ¡Claro que todo el mundo tiene derecho a tapar lo que le dé la gana! Pero es importante saber que algún día toca ocuparse de aquello que te incomoda. Yo no lo estoy haciendo por gusto, porque es desagradable, pero sí que lo hago por sentirme más libre, más completa. Detesto cuando no hago X o no visto Y porque tengo complejos con mi físico. Estas vacaciones he conseguido ponerme pantalones cortos y dejar de achicharrarme con los leggins negros como he ido haciendo cada verano de mi vida. Me he puesto en pelotas en la playa y he posado para fotos. Quizás sea una bobada para mucha gente, pero es que cada cual tiene su taloncito de Aquiles en esto de la percepción corporal.
Estos días hay 3 puntos que me han d
ado las claves para atravesar mis miedos, paranoias y tabúes. Son:
– Aceptar que en cada fase del ciclo menstrual voy a tener una imagen de mi cuerpo diferente.
Cada una de mis mujeres tiene unas fortalezas y unos límites en eso de verse «mejor o peor». Esto me ha ayudado a ver que todo es relativo (a la ovulatoria le gusto mucho) y a comprender que un cuerpo vivo es un cuerpo que cambia.
– Pasar a la acción, pero acción física.
Ya sabíais que me iba el noble vicio de correr por el bosque pero hacía tiempo que lo había pospuesto para dedicarme al 100% a mi trabajo y demás historietas que una se cuenta para no moverse del sitio. Este junio, después de una dura crisis (en la que lloré e incluso me lastimé) me apunté al gimnasio. Siempre he odiado el ambiente del gimnasio. Su fauna de machotes beatos comulgando en las máquinas de pectorales y las divinas rezando en la elíptica, siempre, siempre, me han dado sarpullido pero este año he ido más allá. Yo necesito actividad física para no caer en la prisión del intelecto y necesito una rutina, así que me apunté y he ido religiosamente a tamaña capilla. El resultado es un chute de endorfinas que me garantiza seguridad, livianidad y buen rollo durante 12 horas seguidas. Ahora con el fresquete de septiembre, he vuelto a ir a correr al bosque con lo que alterno ambas actividades y me siento bien. Ni más ni menos. Me siento a gusto y sé que es porque sin movimiento nuestro cuerpo enferma de neurosis y comienza a creerse toda la mierda que piensa.
– Nutrirme, no engullirme.
Desde pequeñaja he utilizado la comida para tapar los agujeros que me provoca la ansiedad. Hacía un montón que no me relacionaba así con la comida, pero desde la muerte de la abuela, he vuelto a macerar mis miedos con todo tipo de guarradas. Tengo el estómago hiper delicado y desde que me pasé a la alimentación ecológica (hace 5 años) cualquier porquería que coma (bollos, salsas y demás) me hace un montón de daño. Este agosto, en mitad de las vacaciones, tuve el segundo ataque de histeria en relación a mi percepción física. Fue un momento terrible en el que hice sufrir mucho a mi cuerpo y también a mi pareja. Ahí, gracias a Alex, supe que era momento de volver a nutrirme con mimo en lugar de violentarme a través de la comida. No hay salsa suficiente para colmar el vacío que deja la abuela.
¿El resumen? No hay teorías ni recetas que valgan en esto de gustarse a una misma. Creo que pecamos (que palabreja) de ingenuas al pensar que hemos de dar con la clave que haga que siempre, siempre nos gustemos. Pues no. No siempre nos vamos a gustar y ¿qué? Hay días en los que nos sentiremos las reinas del mambo, otros en los que este tema nos dará igual y muchos otros en los que querremos hacernos un ovillito y no volver a salir de casa. La cosa está en ser honesta con una misma y aceptar lo incompleto como un todo. Este verano yo decidí zambullirme en mis heridas más enquistadas. Dejé de lado el paripé del «me quiero como soy» y acepté que, a veces, sueño con ser otra. Quizás sea eso, aceptar que una no se ama ni gusta siempre. Que no se respeta siempre y que es incoherente con sus valores bastante a menudo. Dejarse margen para distanciarse de la imagen de autosuficiente y mostrarse vulnerable ante una misma son dos buenos comienzos. Haberme dado cuenta de lo mucho que me dolía no ser como me imaginaba, me ha permitido sentirme más real de lo que me he sentido jamás. Además me he dado cuenta de que tengo más margen de acción del que pensaba. Si detesto mi barriga (por x motivos) puedo tonificarla si eso me va a hacer sentir mejor. Vale, quizás querer un vientre más tonificado es producto de este sistema y demás teorías acertadas, genial, pero a mí la barriga colgante no me gusta en mí ni me hace sentir bien. Quizás, también sea un gran paso, aceptar que hay teorías que no reconocen ni liberan nuestro auténtico deseo, por muy incoherente que éste nos parezca. Sea como sea, sólo en la contradicción de mis carnes, soy completamente libre.
NOTA: Por cierto, hoy la vuelta al cole también tiene sus mieles. La 2ª edición, con novedades, de las sesiones on line Las 4 mujeres que soy, ve el mundo desde esta mañanita.
Día 16: fase ovulatoria
Pic: Body- Mc Baldassari