Volver. Volver cuesta pese a que se sueñes con ello en cada caída del sol. Quería volver. Quería quedarme. Como sea, al final vuelvo a mi estudio y me coloco delante del ordenador con la sensación de que no puedo articular palabra. Nunca antes me había costado tanto ponerme a escribir. No sé bien si es porque tengo mucho que procesar o porque el silencio se dibuja como la opción más saludable.
He pensado en cómo sería este post mientras trataba de dar esquinazo al jet lag. Pensé en la versión «guays» contando las maravillas de las mujeres que allá me acogieron y de las que vinieron a los talleres. Explicando que nunca antes había vivido el calor del «fenómeno fan» si es que yo puedo decir que eso es lo que el amor de muchas vino a traerme cada fin de semana. Podría realtar un montón de cosas bien chidas (molonas), hacer alarde de mi mexicano grosero y bien utilizado y pintar nubecitas de algodón porque, en realidad, no os estaría mintiendo. Todo fue perfecto. Sospechosamente perfecto, pero realmente perfecto. (La manía que tiene una de sospechar de lo bueno ¿verdad?).
Pero no. No voy a escribir así. El enfoque no puede ser el de fardar porque una escribe para hacerse palabra, para comprender(se) y creo que hay algo que quiero ir digiriendo a través de este primer post sobre México (tranquilas que no será temático en plan: México Part one y así hasta mil ciento noventa y ocho).
Hoy quiero hablar de lo limitada que soy. Como todos los bichines soy limitada. Esto lo reconocí ya a los 30 pero en este viaje la realidad se ha impuesto sobre la teoría (¿os suena?). Mi familia (salvo Alex e Ibon) y amigxs (salvo Alicia, Leire e Isma) tenían pánico a mi viaje. El miedo les dibujaba imágenes de monstruos marinos y fauces de lobos de tres cabezas. México se les antojaba demasiado peligroso, demasiado cruel, demasiado inhóspito, demasiado para esta pequeña mujer que jamás había pasado más de 15 días apartada de su familia/ pareja. Tanta imagen de fragilidad me provoca ganas de rebelarme. Pero no, no me fui por rebeldía adolescente. Me fui porque sabía que iba al encuentro de una nueva familia. Tenía la certeza de que lo que allá iba a ocurrir merecía la pena. Merecía toda una vida. Temblé. Lloré. Renegué. Pero me mantuve porque vi el deseo de una mujer (Marcela Morales) palpitar en su pupila de un modo tan fuerte, tan único, que no había vuelta atrás. El hilo rojo de la vida nos tejió meses atrás. Un 28 de diciembre. Y yo obedecí. Es lo que tiene entender la libertad como yo lo hago. Se trata de obedecerme, de serme fiel por encima y por debajo de lo establecido, de lo temido.
Huelga a decir que nada malo-maloso me ocurrió. Me cuidaron en exceso. Y cuando digo en exceso es que a cada paso ellas estaban ahí, velando por mí como si de un nuevo hallazgo arqueológico se tratase (o de una cachorrita, pero queda mejor ponerme en el lugar de una momia porque una está más cerca de ésta que de una recién nacida). Al principio esto me tranquilizaba pero después me inquieté. Y lo hice porque ellas eran la evidencia de que para que yo me sienta libre necesito el cuidado minucioso de mi entorno. Vi que para que yo extienda mis alas necesito de alguien que vigile y guarde mi espacio. Mi madre y mi padre fueron los creadores de este entorno de alta seguridad, después mi amigo-hermano Ibon ocuparía su lugar para compartirlo en la actualidad con Alex y Gemma (entre otrxs). Necesito guardas. Cómo me jode darme cuenta de esto. Saber, lo sabía, pero me dibujaba más independiente, más salvaje, más… noséqué pero más. Pero de nuevo, la realidad de esta Erika que soy se impone. La rabia, en México, dio paso a la humildad. Sí, la libertad (para mí) pasa por conocer mis aristas, la medida de mi perímetro y comprender que soy una persona en interdependencia con otras. En realidad esto es común para todxs. Pero darse cuenta de que una no es la imagen que tiene de sí misma duele un poquito. Además he de incluir mi capacidad para ver lo cohartada y cortada que vivo por las dosis de patriarcado que fluyen en mí y alrededor de mí como un viscoso líquido amniótico. Sí, claro, mi práctica feminista pasa por darme cuenta de lo patriarcal que puedo llegar a vivir/entender/habitar el mundo/cuerpo.
Yo no soy la viajera aventurera que hace auto stop y que duerme en casa de seres curiosos, casi mitológicos, mientras cocina el ultimo platillo que aprendió en Nepal. Soy una gatita casera. No soy una pantera. Mi rugido es un maullido. Lo reconozco. Y tras reconocerlo, me dignifico. Porque las gatas caseras tenemos mucha potencia. Y es que siempre nos dejamos deslumbrar por lo grande, lo fiero, lo imposible. Cada cual tiene unas grandezas y unas pequeñeces que, bien reconocidas, pueden dar mucho de sí.
Esto es lo que estoy masticando de este viaje, un viaje tremendo en el que no sólo cruce un enorme océano sino en el que también cruce los mares y las tinieblas que hay dentro de mí. Entre mis tripas y mi bilis, vi a la pequeña- gran mujer que soy. Más imperfecta que nunca, pero eso sí, redomadamente entrañable. Me gusta ser esta falible gatita espantada que soy si me cae un jarro de agua fría. Por ahora es todo lo que puedo decir en este post de vuelta de El-Otro-Lado. Denme tiempo para los artículos sexudos. Estoy aprendiendo de mis límites, así que me va a llevar un tiempito 😉
Día 20: casi premenstrual
Pic de Kati Mi