Hace días leí el artículo de Erika sobre su experiencia con anorexia, y pensé que sus palabras podían contar mi propia historia.
Para mí la anorexia también se convirtió en una “compañera”; en la herramienta para soportar todos los cambios que sucedían a mi alrededor. Me proporcionó control sobre mi cuerpo y mis emociones. Se convirtió en una especie de bote salvavidas que me salvaba y me conducía a la deriva.
Con 12 años, no recuerdo porqué, empecé a pensar que estaría mucho mejor sin unos kilos de más. Empecé a no comer ciertos alimentos, a saltarme comidas, a esconderla en los pantalones para después tirarla, a meterme comida en la boca para después escupirla. Perdí 10 kilos rápidamente, y me sentí muy poderosa. Pronto se convirtió en una adicción: me fijaba una meta, y cuando la alcanzaba, quería otra y otra. Nunca me llegaban los kilos que perdía, siempre me repetía: “A ver si consigo perder otro más”. Así llegué a los 46 kilos.
Perdí la regla durante año y medio. Supuso todo un alivio no tener que preocuparme de compresas y sangre todos los meses. Me alejé de mis amistades. Dejé de hacer deporte. Sólo podía concentrarme en perder kilos y estudiar. Me hice con una libreta donde apuntaba mis medidas: muñecas, muslos, barriga… Apuntaba mi peso cada día. Me pesaba al levantarme, antes de comer, después de comer, por la noche… A todas horas. No pensaba en otra cosa, era todo mi mundo, lo único que realmente importaba.
Duró 4 años, pero me acompañó muchos más. Tuve picos mucho más obsesivos, y otros menos. Entre los 12-14 fue la peor etapa. Leía mucho sobre la anorexia, sabía que estaba enferma, pero no me importaba. Me estimulaba cada historia que leía. Nunca me echó atrás conocer el peligro que suponía. Un día sentí el pánico de ser descubierta cuando escuché a mi madre comentar: “creo que puede tener anorexia” .
Pronto mi pensamiento se complicó, dejando entrever lo que se ocultaba en el trasfondo. Ya no sólo empecé a querer perder kilos, sino que comenzaron las fantasías con la muerte. Echaba cuentas sobre cuánto tardaría en perder la vida si dejaba de comer. Tonteaba una y otra vez con la idea. Aquí la anorexia comenzó a mutar. Comenzaron las autolesiones.
Recuerdo a la perfección el día que me atreví a comer un plato de pasta con salsa de tomate. Fue durísimo; tanto que lo conservo en mi memoria con pelos y señales. Me lo comí. Algo comenzó a moverse en mi interior; quizás, tener mi primer novio, salir por la noche… Comencé a comer, pero la anorexia continuó dentro de mí “por lo que pudiera pasar”. Pronto volvió a mutar. Esta vez se trasformó en alcohol, drogas y un “desprecio” total al cuerpo.
Así pasé muchos años de mi vida: pidiendo auxilio, hundiéndome y cogiendo aire. Hoy, desde mis 32 años, lo veo todo como un continuo. La anorexia fue la consecuencia de algo que había comenzado mucho antes; lleno de soledad, enfermedad, desesperación y miedos. Y es que, mis primeros 11 años de vida estuvieron íntimamente unidos a la enfermedad y, finalmente, a la muerte de mi padre. Hoy veo con claridad el porqué de la anorexia; tan sólo 6 meses después de que él se fuera. Veo a mi madre que por no saber cómo o qué, dejaba a su hija sola en medio de toda esta maraña. Y me veo a mí siguiendo el cauce de un río desbordado
Fue duro llegar a ver la razón que se escondía en todo esto y concederle el lugar que le corresponde dentro de mi propia experiencia vital. Por ello, agradezco infinitamente este lugar en el que podemos ensayar todas ellas antes de “sacarlas al mundo”. Agradezco poder reivindicar mi propia “mierda”, porque sólo con buena mierda se llega a hacer un excelente abono (guiño, guiño).
Gracias infinitas.