¡Ya eres toda una mujer!
y la niña frunció el ceño. ¿Mujer? ¿Yo? ¿Por qué? se preguntaba mientras clavaba su pupila en esa mancha pardusca, algo rojiza, en sus bragas blancas de algodón. Algo se rompió dentro. Algo chirrío desde las entrañas. Mujer. Qué apellido más feo. Qué complicado. Qué miedo…
La menarquía y el mito de la mujertez.
La sangre menstrual no nos hace mujeres. Y mucho menos cuando tenemos 9, 10, 11, 12, 13, 14 años. Culturalmente se nos ha explicado (generaciones arriba- abajo) que cuando una niña menstrúa, ya es una mujer. Una mujer no nace. Una mujer se hace. Es un traje que la cultura hila alrededor de nuestro cuerpo desde muchos otros trajes, en especial, desde el traje de madre. Cuando una niña sangra, la niña sigue siendo ella. La niña transita hacia otra manera de ser el cuerpo que es, pero su identidad ha de trascender el mito de la mujertez. Pues seguimos relacionando nuestro ciclo menstrual con la identidad reproductiva. Y esto hace daño. Y esto es inútil. Y esto nos aleja de nuestro cuerpo.
Somos más que una fábrica de bebés.
Antes de nacer, cuando nos supieron o nos intuyeron niñas (las madres de mi generación no contaban con ecografías como las de ahora), el hada madrina del sistema depositó, en nuestro diminuto útero, hijitos fantasma. Como éramos niñas por tener un útero y miles de dormidos óvulos se nos presupuso mujeres-madre, contenedoras de nueva vida. Desde pequeñas se nos animó a cuidar a esos hijitos fantasma que algún día debían llegar. Y cuando los dormidos óvulos comenzaron a despertar, nos confirmaron que ya podríamos ser mamás, en un lejano más cercano futuro, porque por fin, éramos mujeres. Mujer igual a (futura) madre. Sangre menstrual igual a mamá.
Se puede menstruar-ovular y ser Más allá de la Maternidad.
Nuestra identidad no debería seguir siendo leída desde la (in) capacidad reproductiva. Cuando he trabajado con adolescentes he visto en su cara el estupor de la mujertez, el nerviosismo ante esa (in)certeza de la maternidad. De hecho a día de hoy, el ciclo menstrual se explica desde la educación sexual, desde la certeza de la maternidad y desde la certeza de la heterosexualidad. No hay otra visión en torno a la identidad corporal del cuerpo menstruante.
Comprender nuestro ciclo menstrual más allá de la reproducción supone moverse del sitio para ver desde otra perspectiva. Consiste en moverse del cuarto hacia esa oscura esquina que ni sabíamos que existía. Es allí, en la oscuridad, conde siempre nos aguardan brillantes sorpresas.
¿Cómo hubiese sido tu relación con tu ciclo
si tu madre hubiese podido explicártelo desde esa recóndita esquina? ¿Cómo hubieras vivido tu cuerpo si tu madre no hubiese sentido su menstruación como un doloroso peaje o un ‘tómate esto y aguanta’?Como hijas, como monitos de imitación que somos de cachorritas, aprendemos más por lo que (no) vemos que por lo que nos cuentan. Y lo que aprendimos en torno al ciclo menstrual tiene que ver con el traje de mujer y con los hijitos del futuro (que aún no) debíamos tener con los príncipes azules que se presuponía, íbamos a desear. Así, aprendimos a desconocernos, a ignorarnos, algunas incluso, a temernos. A relacionarnos con nosotras mismas desde una visión proteccionista y controladora, dibujándonos como peligrosas máquinas que necesitaban ser gestionadas por los demás.
El precio por desconocernos es muy alto.
Nuestras madres no se conocen (hablo de manera genérica, disculpa la voz universal) y nosotras tampoco. Todas hemos aprendido a leernos y a escribirnos desde la ignorancia. Y lo hemos hecho así para preservarnos y sobrevivir en este entorno hostil que sigue diciendo que menstruar es normal mientras muestra sangre azul en sus coloridos anuncios de TV. No hay mayor invisibilización que la de la normalización.
Con 20, con 25, con 30, con 45 años seguimos creyendo que el ciclo menstrual sólo se refiere a la fertilidad. No tenemos ni idea de que los cambios anímicos, psicológicos y físicos que se producen van más allá de la posibilidad de maternidad. Ahogamos nuestra voz y nuestra experiencia cambiante entre frases como ‘no soy yo, son mis hormonas’ manteniendo la vieja idea de que nosotras no somos cuerpo. No al menos este cuerpo imperfecto que, por desgracia divina, hemos de tolerar. Porque ‘ser hombre’ sería mucho mejor. Cierto, pero no por su cuerpo como tal, sino porque el mundo se ha creado a su medida. Nosotras no estamos mal, es el sistema el que está mal. Un sistema que nos desconoce, ignora y sigue escribiéndonos desde el traje de la fábrica de bebés. Nosotras ya tenemos una vida que cuidar: la nuestra. Luego, algunas, querrán acoger a otra nueva vida, pero nosotras ya estamos llenas. Llenas de nosotras mismas. Somos más que una vasija.
La peor condena.
¡Cuántas enfermedades nos devoran desde dentro por no saber cómo somos en realidad! Aprendemos de nuestras madres y abuelas que la regla duele y cuando nos retorcemos de dolor cada mes, nos intoxicamos, porque ‘es lo que toca por ser mujer’. Muchos ginecólogos nos dicen que es normal, que tomemos esto, que tomemos lo otro. Y así, acabamos enfermas. Con enfermedades tan graves y aún tan desconocidas como la endometriosis (podemos ir a la Luna pero poco se sabe de esta enfermedad, las mujeres siempre a la cola). Acabamos viviéndonos como unas extrañas. Ocupándonos de nuestro cuerpo sólo cuando (no) queremos reproducirnos. Tratando de controlar aquello que ni nos atrevemos a conocer.
Ser una extraña en una misma es la peor condena que seguimos soportando. Nos educaron para no molestar, para adaptarnos, para triunfar moderadamente pero jamás para okuparnos a nosotras. Tampoco para ocuparnos de nosotras. Esta falta de cuerpo en nuestra relación madre e hija duele como duele un miembro fantasma. Y es motivo de que muchas de nosotras nos tensemos con nuestras madres. Ellas nos dieron el cuerpo pero no nos dieron a nuestro cuerpo. Nos alejaron (por protección, la mayoría) de él pese a estar ligadas a él de por vida. Nos enseñaron a ser algo más que cuerpo. Cuando en realidad, si algo somos es cuerpo. Cuerpo cíclico, cambiante que sufre de abandono y que enferma por su brillante incapacidad para traicionarse a sí mismo en un entorno que no le permite ser como es, un entorno que le teme, un entorno que le señala como volátil, loco, falible y, a veces, un entorno que le invisibiliza bajo la etiqueta de Normal.
Nos tenemos.
Por nuestro cuerpo, las hijas, decidimos mudarnos a esa esquina desde donde sólo las valientes se atreven a sentarse y observar. Hay cientos de maneras de acercarnos a la verdad. La verdad de cada una es única y particular. Tiene un cuerpo -el nuestro, el propio- y una historia que se teje desde la relación madre e hija. Ahora, conocer ese cuerpo que somos, es un camino a transitar. Pero como te digo siempre, no estás sola, nos tenemos. Estamos juntas en esta brecha en donde salimos a respirar y a ver el mundo desde otro lugar. Un lugar más tierno con nosotras, que nos permita okuparnos con ardiente mimo y libertad.