Cuerpos vulnerables. Es lo que somos y es de lo que tratamos de huir toda la vida. Comemos menos hidratos, nos apuntamos al gimnasio, estudiamos el temario completo, bebemos a partir de la 1 del mediodía (nunca antes de las 11 am), todo para evitar ser lo que somos: un amasijo de carne latiente con miedo a no ser amado, con pánico a ser roto y abandonado en la próxima cuneta. Pagamos 5 € por un café sólo para pertenecer a un club social que garantice que nosotros somos algo más. O al menos algo que hay que evitar quebrar.
No queremos volver atrás. Evitamos recordar quiénes nos hicieron ser en el instituto. Hemos adelgazado lo suficiente, nos hemos drogado lo bastante como para ser mejor de lo que pudimos imaginar encerradas en el cuarto de baño del segundo piso, ese baño que estaba entre 4º A y 1ªD. Pero en el fondo, ahí justo al fondo del fondo, entre la herida mortal y el antojo de nacimiento, nos sentimos como la niña gorda que fuimos, como el crío marica que señalaban todos. Ahora somos la reina de una canción que, a eso de las 4 de la mañana, vuelven a pinchar ‘por los viejos tiempos’ en la No-Sala-Celeste.
Cuerpos vulnerables que vulneran para no llorar.
Todos estamos jodidos. Nadie se salva, pero nos gusta imaginar que hay algunos que lo consiguen. Naufragamos en peceras de diseño nórdico. Buscamos detrás de los lavabos, fingimos vivir cuando, en realidad, sobrevivimos creyendo que somos lo que queríamos ser. No sé tú, pero con 13 años yo sólo quería desaparecer. Para ello me esforcé en parecer. Dejé de comer. Transformé mi cuerpo vulnerable en un cuerpo normal y esta normalidad me dio el súper poder de vulnerar a los que habían osado no esforzarse por encajar. Encajar, morir o matar. Cultivé mi personalidad. Cultivé mis rarezas. Ahora parece romántico imaginarme en una puta esquina de la discoteca escribiendo en una libreta con los auriculares puestos. Desde fuera y con el paso del tiempo, parece un síntoma de autenticidad pero, en realidad, lo que ahí había era una cría queriendo huir del infierno de su casa a cualquier otra parte. O mejor: a ningún lugar.
Ser una freak, una marginada, una periférica no es un deporte, tampoco una moda, es un guantazo a la ficción cruel de la normalidad.
Pero que nadie nos engañe, el sopapo no es para el público que se deleita con las rarezas, lo es para el cuerpo vulnerable que tiembla por no ser visto, que ruge para ser anestesiado, que implora clemencia en cada paso. Ser rara es perfecto para una película independiente. A la gente le encanta admirar a esos raritos. Muchos se disfrazan de ellos una vez a la semana, pero ninguno es capaz de soportar un mes siendo ‘el animal vulnerable’ de la familia. Ahora la nueva normalidad es parecer anormal. Todo el mundo quiere ser abyecto. Es como el que busca el White Album americano con la tara en la galleta del vinilo. Ahora vale millones pero entonces era una mierda. Porque ¿quién va a querer algo que tiene una tara? Las rarezas son sólo para coleccionistas. Lo roto no es deseable. Lo rompible está tarado.
Las personas que no tienen más remedio que llevar con orgullo su vulnerabilidad son espejos que escupen la verdad: no hay nadie no vulnerable. Igual que no hay nadie inmortal. Ser mortal lleva implícita la condición de ser vulnerable.
Y ser vulnerable es el único modo de vivir pequeños momentos de inmortalidad.
Quizás es por eso que seamos utilizados como objetos catárticos por ‘los normales’, pues a diferencia del reflejo del espejo, nosotros -las raras de cojones- somos la única realidad.
Texto original de la columna en Directa.cat Pic