Las violaciones, los maltratos y los abusos ocurren en nuestras casas. A manos de nuestros familiares: tíos, padres, hermanos, novios, abuelos, maridos, amigos, padrinos. Pero ellos nos dicen que tengamos cuidado de salir por la noche, de no andar solas, porque la calle es peligrosa. Dicen que el lobo está fuera, pero casi siempre está dentro. Y a los lobos les va muy bien tenernos en casa, sin salir, sin conocer mundo, sin establecer alianzas porque es más fácil devorarnos. A los buenos cazadores, a los «buenos hombres» también les va bien que no salgamos. Así ellos pueden ocupar con éxito su papel de protectores. ¿Quiénes serían los buenos hombres, sin lobos a los que cazar? No sé quién dijo (pero lo leí) que hay un pacto entre buenos-malos hombres. Ambos se necesitan. En esta necesidad nosotras somos el objeto sacrificado. Nuestra libertad de movimiento, acción y decisión se ve coartada por el imaginario del lobo feroz que nos ataca en mitad de la noche en una esquina de una calle cualquiera (ocurre, pero son agresiones minoritarias en relación a las agresiones dentro del hogar). Nuestro pánico a salir, a relacionarnos, a movernos libres beneficia a cazadores y a lobos. Yo soy hija, amiga, prima y pareja de buenos cazadores. Todos matarían lobos por mí pero ¿y yo? ¿Qué hay de mi espacio para moverme y conmoverme en el mundo? Mi padre (y mi madre) teme la noche, teme los países «peligros», teme las ciudades a medialuz, teme, teme, teme. Pero como bien dijo entre sollozos al contarle sobre mi lobo feroz: teníamos al lobo en casa. Todo este tiempo. Y nosotros apartándote del mundo. Teníamos al lobo en casa.
Las agresiones nos domestican. Ése es uno de sus fines más macabros y crueles. Cuando abusan de ti, cuanto te agreden, comienzas a sentir que tu cuerpo es un traidor. Está sucio y marcado de por vida. Incluso en algunas situaciones ha podido sentir placer (ocurre en algunas agresiones sexuales), por lo que debe morir. Y así actuamos, nos matamos. Nosotras entramos en el perverso juego de creernos cazadoras de un mayor y peor lobo: nuestro cuerpo. Maldito por haber provocado, por haber (incluso) gozado, por no haber triunfado en la resistencia, por haber aceptado. Cuando la agresión termina, comienza el infierno. Todo lo que aprendimos sobre nuestro deseo se rompe en nuestras manos. Si antes éramos unas intrépidas en el sexo y nos atrevíamos a ir directas al grano, ahora tememos y temblamos ante un encuentro sexual. Bajamos la cabeza y nos vamos. La agresión de un lobo nos domestica y esto les beneficia tanto a lobos como a cazadores. Cuando nos agreden aprendemos a estar en nuestro sitio. Ese sitio del que nos han hablado desde pequeñas. No es curioso que muchas mujeres y niñas agredidas muestren, antes de la agresión, un carácter fuerte, desinhibido, ligero, crítico, propio. Para pasar a vivirse después de manera apocada, frágil, vulnerable, dependiente de otro, inseguro. Aquellas que antes no habían aprendido la lección de «una mujer ha de ser sumisa, suave, tierna, mimosa, dependiente, protegida» son metidas en cintura gracias a la agresión sexual. Cuando eres demasiado libre, alguien se ocupará en hacerte comprender que esto que proyectas no puede ser real. No se puede consentir. Es posible que antes de la agresión estas mujeres y niñas no fuésemos mujeres. No como en el imaginario normativo se plantea. Pues no éramos sumisas, ni expectantes a la palabra ni demanda del otro. Es posible, muy posible, que las agresiones nos hagan mujeres (en lo que a la definición y expectativas de género se refiere). Que padecerlas y sobrevivirlas nos den la identidad esperada y diseñada para nosotras. Es cruel pero lo siento certero: una no nace mujer, las agresiones le hacen mujer (no sé qué diría Simone de Beauvoir de esto).
No tengo a mano el libro de Virginie Despentes Teoría King Kong para hacer un copia y pega de la cita. Pero ella marca una clave muy valiosa en relación a la violación y es que es el valor que se le da a ésta lo que nos domestica. El miedo a ser violadas nos deja rotas antes de que nos rompan. Cuando somos pequeñas nos enseñan a temer y nos piden que entreguemos nuestras alas con el fin de ser protegidas. Cuando vi la película de Maléfica pude ver esta representación que es parte del simbólico de una mujer. Maléfica era una niña hada con grandes poderes y unas enormes alas que su mejor amigo y su primer amor osa cortar. No lo hace por su bien, no en este caso. Pero es cierto que Maléfica daba pavor a los hombres por tener poderes que ellos ni podrían imaginar. Sin alas ¿quién sería? Para caber en esta sociedad hemos de ser amputadas. A veces nos amputan los buenos cazadores para que no vengan los lobos a rompernos y otras veces nos amputan los lobos. A menudo nos amputan ambos. Y siempre, siempre, acabamos rotas en sus manos. Pero lo que no saben ni unos ni otros es que sin alas, amputadas, rotas, quebradas, ensuciadas y asustadas seguimos siendo poderosas. La rabia y el dolor de esta pérdida ha de ayudarnos a pelear, a buscar y crear otras salidas, otros espacios para acabar con su reinado del terror. Maléfica no se convirtió en una apocada hada. Para nada fue domesticada. Todo lo contrario. De ser un hada dulce se convirtió en la peor pesadilla de los hombres. Se valió de un bastón, un cuervo y el amor verdadero para luchar. Porque no hay otro camino que no sea la lucha, nos guste o no. Hemos de luchar por nuestras alas y por las alas de las demás. Por las alas aún por cortar de nuestras pequeñas.
Dejemos de confiar nuestro cuerpo, nuestra seguridad y nuestros sueños en las manos de los buenos cazadores. Prefiero confiar en mí y en mis mujeres para custodiar mis alas. Yo deseo relacionarme con los hombres de una manera en la que yo no sea la joya a cuidar ni el cáliz a proteger. Porque cada vez que permito esto, me estoy arrancando las decenas de posibilidades de moverme con mi agilidad, con mi libertad. Desde mi propio deseo. Pero si he de confiar en otras para esta tarea (yo sola no puedo protegerme siempre, soy un ser interdependiente) las mujeres hemos de aprender a protegernos atravesando el miedo y las cadenas que caerán sobre aquellas que decidan usurpar el papel de «protector» al buen cazador. De eso se vale la indefensión aprehendida – enseñada por ellos- de creernos incapaces de protegernos y de proteger a las demás. Al lobo sólo le puede cazar el cazador. Quien ose a privarle de su papel identitario será cazada sin piedad.
¿Ovejas o halcones? Nosotras hemos de decidir qué somos.
Día 17: ovulatoria guerrera
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