Una (mala) palabra tuya, madre, valdrá para hacerme saltar por lo aires, para joderme el resto del día, para hacerme sentir miserable y estúpida. Con las otras palabras, las buenas, podría pasar al revés pero no siempre, eso sí no me dinamitan ni me hacen temblar de pánico. Me dejan respirar, o al menos no ahogarme con el aire.
«Nunca puedo decirte nada»
«Te pones como una loca por nada»
«Si lo sé, me callo, hija»
«Cada vez que abro la boca, pasa algo»
Dices con gesto ofendido, entornando los ojos, mordiéndote los labios. Dices que te coarto, que no te dejo ser tú, que tú sólo quieres ayudar y que no sabes cuándo comenzaste a molestar, porque dices, segura, que molestas, que Me molestas. Y lloro, y me muerdo el labio igual que tú, y trato de socorrerte cuando eres tú la que me ha lanzado a las profundidades más turbias. Me lanzas para luego venir a salvarme de nuevo, a veces sospecho que lo haces aposta para medirte, para controlar si sigues siendo mi faro, ese faro traicionero del que no puedo ni quiero escapar. Sin tu luz no puedo navegar pero con ella pierdo el norte, mi norte, ése que he ido hilando con retales de fogonazos pasados. Ni contigo ni sin ti, pero por favor contigo siempre pero de otro modo. Podemos estar de otro modo. Tú replicas, dices
«No sé cómo quieres estar»
«Hija, yo siempre estoy, eres tú que no lo ves»
«Mira me callo y así estoy como tú quieres. Porque siempre es como tú quieres»
Siempre dices, madre. Lo de callar no va contigo. Pero a veces callas y cuando callas tu silencio me lanza a la esquina del olvido. El frío me desnuda y me siento sucia, rota, abortada, escupida por la saliva emponzoñada que acumulas cuando callas y otorgas. No lo ves. No soy yo la que te cortó las alas, aunque a veces fui yo la que te pidió no mostrarlas, la que se avergonzó de tu torpe vuelo. No eres tú la que me rompe, aunque tú eres la verduga de esta cuenta atrás.
No ves. No me ves. No te ves. No nos vemos.
Mientras, sangro y tú lames mis heridas. Escuece.
«Si pica es que está curando»
El picor me alivia y me tortura. Te veo rascarte. Veo tu piel cuarteada, tus heridas supurando y las lamo con cautela. Finalmente nos acabamos devorando a lametones. Tu cuerpo que tanto me atrae y me repugna se me antoja alimento. Una vez lo fue, yo quise olvidarlo, me hicieron olvidarlo, me esforcé en recordarlo pero me resultaba ajeno, como tú. Te mandé lejos porque cerca yo dejaba de existir. Tu cuerpo que es el origen de estos huesos me hace sombra mientras me saca brillo. A un palmo, te miro y no me veo. Tampoco a ti. Veo un cúmulo de mentiras que aprendiste a contarme para no verte, para no verme, para no vernos. Mentiras que me hiciste tejer a mis músculos como un disfraz minúsculo, de 3 tallas más pequeño, que se abre en grandes costurones, por donde me entra el viento de tus palabras y me desgarra sin más clemencia que la de tus suspiros.
Quién eres tú- Me pregunto.
Quién. Quién soy yo- Me ahogo.
«Yo…hija…no sé qué decirte»
Para no saber ¡cuánto dices! Si supieras que cada gesto tuyo me hace y descompone a partes iguales. Me da igual 14 que 30, 5 que 23 tienes esa capacidad de (des)hacerme a tu antojo y capricho y aunque trate de impedirlo me tienes temblando sobre tu palma, buscando refugio aún siendo tú mi perdición.
Tú eres mi Religión, lo que me une, ata y teje a este mundo. Mi primer amor, mi primer desengaño, mi primer universo, mi primer beso, mi primera herida, mi primera pérdida, mi primer amante. Eres tan inabarcable que te odio. Me haces diminuta cuando me absorbes con tus devotos ojos. Me tienes antes de que yo pueda poseerme, me conoces de maneras que desconozco. Eres mi creadora. Finges no saberlo pero te permites el abuso de poder que sólo los dioses se permiten. Pulsas mis botones antes de que yo sepa dónde se encuentran. Borras todas las huellas de tu paso trasnochado sobre mi cuerpo. Me pides cuentas sobre lo que este cuerpo- del que soy inquilina pero no dueña por gracia tuya y de este sistema- hace o deshace. Después niegas haberlo hecho, haber reinado. Lamentas que no te escuche cuando no tengo opción. No puedo no escucharte porque mi piel está hilada única y exclusivamente por tus palabras y por tus horripilantes silencios. Antes de que tu garganta emita sonido, mi cuerpo se sacude y estremece al son de tus pensamientos. Yo no soy yo, una única. Soy un apéndice de ti pero tú, oh tú madre, tampoco eres tú. Tú eres otro apéndice, más grande si cabe aun pequeño, de tu propia madre. Y ella lo fue de la suya y así hasta que las cuentas se desenhebren y caigan estrepitosas sobre el suelo.
Un día fuiste yo. No hace mucho. Temblabas junto al teléfono. Ella callaba igual de bien que tú y tú te estremecías igual de torpe que yo estos días. Es la ley de la carne. Una ley que no tiene palabras sueltas ni lugares comunes. Se cincela sobre los huesos cuando aún están tiernos y se deja correr por la sangre en el primer bombeo de un corazón pequeño, tierno, inocente que no sospecha que un día será arrancado de esa tibia y gigante masa a la que pertenecerá para siempre, por muchos años que dure el destierro.
Día 24: premenstrual