Me gusto, me quiero.
Me quiero más que a nadie, nmiserncondicionalmente, generosamente.
Pero no siempre fue así.
Me pasé casi 23 años de mi vida odiándome con fruición, con ambición, casi con pasión. Odiando mi cuerpo, autolesionándome, vomitando, despreciándome, haciéndome de menos… que dicho así suena muy bestia y muy obvio, pero en el día a día pocas veces era algo tan evidente como para que alguien más se diese cuenta.
Pero, cuando tuve que replantearme mi vida entera, decidí atacar ese autoodio que llevaba años arruinándolo todo.
Fue un proceso sorprendentemente complejo. Cuando hablamos de la autoestima baja, de la necesidad de querernos, rara vez somos conscientes de las miles de formas en que nos odiamos día a día, de todas las formas sutiles que adopta el autoodio para continuar alejándonos de nuestro propio cariño.
Culpa, odio al cuerpo, infravaloración, compararse con los demás, procrastinación para evitar ser evaluados, sobrecargarse de trabajo, ponerse el propio listón por las nubes, alabar la modestia, no autorreconocerse méritos…………………………..
Un mar de pequeños pensamientos y acciones que acababan ahogándome en odio y rechazo.
Pero me lancé a drenarlo, a vaciarlo con mi cubo de la playa.
Por un lado, a base de “frenazos mentales”. Me dediqué a observarme en cada instante de mi vida y, cada vez que detectaba un pensamiento, una palabra o una acción que fomentaba el odio, tiraba de las riendas de mi cabeza y reformulaba lo que estaba diciendo/haciendo/sintiendo para convertirlo en algo positivo hacia mí.
Pasé meses de vigilancia interna hasta que los frenazos se hicieron automáticos y, poco después, dejaron de ser necesarios casi por completo.
Por otro lado, con largas e intensas sesiones de trabajo psicológico y emocional que me permitieron cortar las inmensas raíces que sustentaban el árbol de mi autoodio. Sesiones que involucraron revisar gran parte del pasado, no para encontrar culpables sino para librarme de influencias que no me hacían bien. Que supusieron un complejo buceo en las profundiades de mi autoconcepto.
Valió la pena. Lo conseguí.
Conseguí gustarme, conseguí quererme de verdad de la buena. No ese “quererse” de boca pequeña, no ese “gustarse” de obligación.
No.
Amarme cuerdamente y locamente. Amarme incondicionalmente. Aprender a perdonarme, a no culparme y no enfadarme. Aprender a aplaudirme cuando triunfo y abrazarme cuando “fracaso”. Aprender que el egoísmo no tiene nada que ver con el amor a una y que la modestia nunca llevó a nadie a ningún sitio. Aprender que soy la leche. Aprender que me equivoco pero que eso no me hace peor. Aprender a ser libre de mi juicio, a poder ir en pelotas por mi mente, mi cuerpo y mi alma sin pedir permiso a nadie.
Gustarme y disfrutarme. Mirar mi cuerpo obeso y encontrarlo bello por todas sus curvas. Aprender que ese “cuando adelgace” es una trampa mortal. Aprender a cuidar mi alimentación por amor a mi cuerpo y no por odio. Aprender a hacer deporte por DIS-FRU-TAR haciéndolo. Aprender a que adelgazar me diera igual por completo. Aprender que yo, como mujer, como gorda, como cuerpo, puedo ser sexy, bella y todo lo que me dé la gana. Aprender a ponerme ropa de colores vivos porque me apetece.
Me amo, me gusto, me quiero, me disfruto.
Conseguí ponerme la primera y entender que la pregunta es y debe ser, siempre, “¿es eso bueno para MÍ?” “¿Es eso lo que YO quiero?” “¿Es eso lo que YO necesito?” Y que si las respuestas son “sí”, nada puede salir mal.
Conseguí entender que si tú no te pones en primer lugar, nadie lo hará, porque NADIE MÁS TIENE QUE HACERLO. Que yo soy la única responsable de mí misma, al menos si quiero ser libre.
Conseguí entender que si te amas y te priorizas, quieres a los demás mucho más y mucho mejor. No hay dependencia, no hay culpa ni miedo al abandono, no hay necesidad ni reproches vacíos, porque la persona a la que más quieres no te puede abandonar, así que el resto de relaciones son un placer y no una necesidad.
Conseguí comer sin culpa, tener chucherías en el salón a plena vista sin que me importase nada. Aprender a comer mejor sin las cadenas de la dieta, simplemente por cuidarme (una cuida a quienes ama).
Conseguí pesarme y mirar la cifra sin que me lastrase de lágrimas. Son números. Yo no soy números. Yo trabajo por tener un cuerpo saludable, una mente equilibrada y un alma resplandeciente, y eso no se ve en una báscula en la puta vida.
Me gusto, me amo.
A veces aún se cuelan malos hábitos por las rendijas. Me reprocho cosas absurdas o me siento culpable sin motivo. Miro mis curvas con ojos inmisericordes o me echo en cara haber tenido una época de comer fatal.
Pero mi cabecita entrenada viene en mi ayuda y me recuerda que esas cosas no me hacen bien, que no está bien atacar a quien se ama. Y me pido perdón, me perdono y me abrazo fuerte, y continúo caminando.
Me quiero, me gusto.
Hay quien dice que quererse a una misma es imposible, que la sociedad lo impide, que la familia lo anula, que una misma no puede.
Vaya por dios.
Supongo que nunca me planteé si era posible. Me planteé que era lo que necesitaba para sobrevivir, para avanzar, para ser quien ansiaba ser, y por eso lo conseguí. Si hubiera sabido que era imposible, probablemente seguiría escupiéndome odio al espejo cada mañana.
Me amo, me encanto.
Y a mis mutantes les flipa.
Mi premenstrual me ayuda a abrirme a todas las emociones. Me hace liberar ríos de llanto catártico, me ayuda a limpiar cabreada y me hacer reír con esas carcajadas que mi madre no soporta porque son demasiado escandalosas. Me lleva a los sitios blanditos y, aunque es un poco jueza de mi cuerpo, le gusta mimarlo y ponerle ropa que le siente bien.
En la fase intermedia entre la premen y la sangre, me gozo. Mi libido sube hasta el cielo y no le basta con quien duerme a mi lado. Me quiere para ella sola y se embarca en maratones de amor privado intensamente físico en los que fantasea consigo misma hasta dejarme agotada y temblorosa.
Mi menstrual goza haciéndome gozar, dándome mis caprichos, diciéndome al oído que hoy en vez de escribir hagamos ganchillo tres horas seguidas y luego leamos. Dándome horas de meditación y series frikis.
Las otras dos semanas del ciclo (mis grandes desconocidas porque todavía no termino el diagrama) son más estables. Me quiero más con la cabeza y me cuido de formas más ortodoxas. Hago más deporte y trabajo con más facilidad.
Me amo, me gusto, me quiero, me encanto, me disfruto.
Y lo hago con una libertad rebelde que a veces se cuartea, porque amarse a una misma, decir abiertamente que eres lo que más quieres, que el amor que sientes por la niña del espejo es el único incondicional, está mal visto. Te llaman egoísta, engreída, vanidosa… porque no lo entienden, porque les escuece. Porque no se quieren y no se han dado cuenta (aún).
Y es que vivimos en un mundo en el que se normaliza buscar en otros ese amor que necesitamos darnos. En la pareja, en los hijos, en el trabajo… Un mundo que nos enseña a odiarnos y despreciarnos, a rechazar nuestros cuerpos y menospreciar nuestras mentes.
Pero no me da la gana. He estado ahí y he estado fuera, y fuera se vive mucho mejor, sin comparación.
Me amo incondicionalmente
Me respeto como a nadie
Me gusto hasta los huesos
Me quiero sin límite
Me cuido porque me encanta
Me encanto porque me lo he currado
Y no se me ocurre una forma mejor de ser feliz.