De entre muchas cosas que soy y dejo de ser, la de maltratadora, es la inmutable (junto a la de mujer de boca grande y ojos claros). Soy una maltratadora de tomo y lomo. Pero no con nadie que me pueda denunciar. Soy la persona más violenta y cruel del mundo con la única persona de la que no me separaré hasta muerte: yo misma. Y esto me está matando (casi literal). Me exijo hasta la extenuación. Me consiento lo mínimo. Me cuido lo suficiente para no molestar. Me hago daño y sigo ahí, hasta el límite. Buscando cuál será éste. Cuándo pararé.
En terapia, este martes me di cuenta de esto. Me señalé como maltratadora y me angustió ver lo imposible que era vivir conmigo pues en realidad la maltratada soy también yo. No hay orden de alejamiento que valga. Aunque la cosa está en que ante la pregunta ¿quieres dejar de maltratarte? no supe responder. Llorando, musité: quizás, no quiero. Es que yo sólo conozco la vida así. No sé si puedo sobrevivir de otra manera. No conozco otra manera.
Y es verdad, no la conozco. Desde pequeñita he aprendido a reprimirme hasta las lágrimas. Crecí ocultando secretos mastodónticos, el dolor en el centro de mi barriga creo que viene de serie. Palmo a palmo mis huesos, mis músculos se han ido macerando en el miedo, en la inadecuación, en la angustia, en el sentirme responsable de todo y todos. En mí germinó la Silenciadora, la señora que me señalaba ante cada golpe como la culpable de Todo-Esto. Todo, Todo era mi culpa. Un cuerpo tan diminuto como el mío, de manitas y pies pequeños, era merecedora de todo un infierno. Algo malo traía al nacer. Algo sucio. Algo que provocaba a los que me amaban. Algo que invocaba el desprecio de los que me conocían. Y por ese Algo yo debía pagar.
Aprendí a ser estoica. Aprendí a jugar con la verdad. Aprendí a crear todo un universo en mi cabeza. La gente se maravillaba con mi fantasía. Conseguí crear un espacio en el que sentirme segura. Me busqué la vida aún sin sentirme digna de ella. Los cuerpos pequeños han de esperar a una edad para poder hacerse cargo de sí. Mientras, sólo queda hacerse un bicho bola para proteger las partes más blandas. Cuando puse distancia, cuando crecí lo suficiente para hacerme cargo de mí, los golpes de fuera pararon. Parecía estar a salvo.
Error.
Dentro de mí esa Silenciadora se transformó en un monstruo más grande, más fuerte, más inteligente, más refinado. Y los golpes comenzaron a llegar, con más fuerza. Esta vez desde dentro. Las humillaciones, las persecuciones, la mirada inquisidora, la intransigencia, los insultos formaban parte de mí. No necesitaba a nadie más para herirme. Conmigo, suficiente. Pero esto no lo supe hasta este martes, en el que me rompí y pude ver mi cuerpo magullado, apaleado hasta la extenuación, marcado por mordazas y lazos. Heridas abiertas, antiguas como mi apellido, supuraban lacerantes. En mi cabeza podía escuchar, su voz que ya es mi voz: Erika, eres mala, Lo sabes. Hay algo de ti que nadie puede ver pero yo sí. A mí no me puedes engañar. Y quise aullar. Estaba ahí. Aquella frase que escuché con 16 años, cuando me abrí y confesé en la cocina: creo que hay algo malo en mí. Creo que algo está roto. Es como si hubiera algo… Como si fuera mala. Como si me empeñara en ser buena porque sé que soy mala. Y oí responder: Te conozco bien. Mejor de lo que te conocerás jamás. Yo veo incluso lo que tú no ves. Sí (sonrió) hay algo malo en ti. Claro. Tenía sentido. Por eso tantos golpes. Tantas prohibiciones. Tantos gritos. Había algo malo. Algo que corregir. Algo que enderezar. No necesitaba ni los golpes ni la complicidad de lxs demás. Conmigo me bastaba. Yo aprendí a pegar, castigar y meter en cintura a este animal descarriado que soy en realidad. Este monstruo torpe de corazón envenenado. Yo me defendería de mí. De eso que soy en verdad, cuando caen las luces y nadie puede ver ya en la oscuridad.
Tanto dolor.
Porque no hay lobo malvado en mí. Nunca lo hubo. Esa pequeñaja algo listilla y gafotas, nunca fue mala. Nunca tuvo en su vientre la semilla del mal. No estaba en ella. Por ninguna parte se podía ver eso que le contaron que era. Cuando era pequeña, creía en ella. Encerrada en el cuarto se preguntaba porqué le estaba pasando todo aquello si ella era buena. Si no hacía cosas malas. No malas-malas. Cuando era pequeña yo creía en mi inocencia. Ahora me descubro mirándome con desprecio. Sin gotita de compasión. Y tiemblo. Porque el depredador no está fuera, se me coló y corretea por mis venas. Temblorosa me acaricio y me miro en la pupila de Alex, él ve a esa niña cantarina. A veces, a contra luz, la veo en el reflejo de sus ojos y sonrío. Es la misma que ahora llora palabras sobre el teclado y me dice que no tema, que necesito contarlo para Vivir. Y me calmo. Porque hay algo en mí que siempre me salvó, que nunca me dejó caer ni me permitió romperme. Ese algo es una voz cálida que me dice que todo está bien, que soy capaz y que si escucho a mi corazón jamás me equivocaré. Es la que me dice que hoy no tocaba escribir sobre nada técnico. La que me empuja a evidenciarme para curarme. La que me acaricia la frente cuando estoy enferma y sola en estas 4 paredes. La misma que me felicita por mis presentaciones y me recuerda que nunca, jamás, estaré sola. Porque ella no puede irse de mí. Porque ella habita en mí. Porque ella soy yo. Porque mi monstruo y mi bruja madrina viven en mi cuerpo. Porque en realidad lo malo ya pasó y ahora sólo me queda dejar de temblar, abrir los ojos, soltar los puños y alzar la vista. Observar atenta el reflejo del espejo en el que, una mujer de 30 años de boca grande, ojitos tiernos y manos suaves, me mira con mimo. La siento acariciar, decidida, cada poro de infancia desolada. Me cubre con besos las heridas tapadas con plastilina amarilla. Me dejo hacer por ella. Ésa ella que no es otra que esta caperucita roja disfrazada de lobo feroz.
Día 19: a un paso de premenstrual
Pic: Broken Faces