Mi traje de hija

No me gusta vestirme de hija. A veces sospecho que vivo lejos para no tener que vivir disfrazada. Los kilómetros entre mi madre y yo nos han hecho mucho bien, al menos gracias a ellos me he dado cuenta de que entre ella y yo hay mucho más que trajes impuestos. Recuerdo los primeros meses, esos en los que me revolvía ante fantasmas tan desconocidos como mis propias manos.

Mis

propias

manos.

Las mías. Las de Erika sin apellido primero y

sin apellido segundo.

La de la carne más allá de la ‘hijitudianidad’.

Las odiaba de extrañas que me parecían. Mis manos, las conocidas, eran las de la Irusta Rodríguez de toda la vida. Las de irse pronto a la cama y leer bajo las sábanas. Las de los cabreos instantáneos y las lágrimas rabiosas. No las de ese amasijo de humores de 23 años. Yo era la mayor extraña que podía haber conocido ¿Quién era yo sin mi traje de hija? Allí en Barcelona nadie me sabía hija de mi madre ni de mi padre. Podía probar a vestirme de otros sabores, olores, colores. Esto me liberaba tanto que me mataba cruelmente. No soportaba a la hija pero no sabía salir de ese traje por vértigo, por miedo, por culpa, por traición a aquello que aprendí a ser y que ya no sabía seguir siendo, pero a la vez, no podía parar de ser.

Por culpa del pánico a la desnudez enfermé. Sin el traje de hija el mundo se me hacía inmenso. Por culpa del traje de hija el mundo se me hacía perverso. Ni contigo ni sin ti, pero mejor conmigo aunque yo no fuera mi mejor amiga (aún). Siempre nos dicen que hay que abandonar el nido pero yo me pregunto: ¿Con qué alas? Porque ocurre que una tiene alas en alguna parte pero no las ve o, las que le muestran, no son las suyas o.. ¡yo que sé! Sólo sé que huí de mi casa (como años más tarde me corroboró mi padre) para averiguar quién era yo y este ‘ser yo’ significaba despelotarme de tripas hacia fuera. Y lo que vi de mí no dejaba de ser un espejismo porque yo me había imaginado de tantas maneras que la supuesta realidad no me satisfacía. Me descubría acostándome a las 23:30, poniendo posavasos a todo aquello que fuese a acabar en la mesa rota del Ikea (con más vidas que un gato) y haciendo ‘los deberes del día’ antes que ‘los placeres de la semana’. Me descubrí siendo hija más allá de la mirada atenta de mi madre. Y esto me mataba lenta y profundamente. Yo no sabía habitarme desde otras maneras que las aprendidas que, tan poco me gustaban. Si probaba cosas nuevas la resistencia acababa por agotarme. Me decía: hazlo a tu manera. Pero no encontraba la manera si no era yendo a la contra y la verdad que lo contrario me desquiciaba. Ni a favor ni en contra, más allá. Sí, estaba en trascenderlo pero esto no lo aprendí hasta 8 meses después de un encierro involuntario por agorafobia y graves crisis de ansiedad. La hija tuvo que morir, la tuve que matar para encontrar a las otras que también era.

Yo maté a la hija.

Después la devolví a la vida porque sin ella tampoco podía ser. Pero antes, la maté. Y cómo dolió. Y cómo lloré. Y cómo sufrí. Y qué bien me sentó.

El traje de hija y el traje de madre, a mí, me hacen llagas. Cuando suena el teléfono entre las 22h y las 22:30h me inquieto. Tengo tantas ganas de escucharla y a la vez el estómago se me encoge porque sé que para comunicarme con ella tengo que abrir el armario y vestirme de hija. Ese acto de vestirme por ella es un acto supremo de amor, quizás el más grande que puedo hacer yo, como Erika sin apellidos, por ella, con todos sus apellidos. Ella me pregunta por mi día, me habla de su trabajo, conversamos del tiempo (estamos adaptando esta conversación al tiempo sevillano y estamos aún un poco verdes porque lo que es bueno para Euskadi no lo es tanto para Sevilla y viceversa) nos decimos que nos queremos y me pasa a mi padre. En todo este camino yo voy vestida con mi camisita y mi canesú, aunque un pedazo de piel se me ve ya que soy incapaz de vestirme del todo. Hay días en los que lo llevo muy bien (estoy ovulatoria) pero en premenstrual y preovulatoria me es imposible. Noto como me revuelvo, incómoda, como quiero quedarme desnuda y hablarle desde el silencio que me araña las tripas y me pide abrazarla fuerte y hondo. Noto el vértigo de hacerlo y saber que ella huirá, que se refugiará en su traje de madre y me quedaré desolada viendo cómo nuestros cuerpos se desencuentran pese al deseo perenne de vivir entrelazados en algo más que no logro ni balbucear.

No, no me gusta el traje del Zara de hija. Ese traje que no ha medido mi cuerpo, traje al que me tengo que adaptar yo y no él a mí, a mi cuerpo de proporciones únicas y cómicas. Lo que siento por ella es tan complejo que no hay costura que nos contenga. Sólo en la desnudez (que es otro traje, lo sé) puedo respirarnos sin asfixiarme. Me consta que ella no entiende las palabras de la carne de su carne. Siempre me dice, entre dolida y divertida, que es mucho más simple que yo. Y yo la sé tan compleja y tan hermética que le guardo el secreto. Somos un maravilloso misterio que yo necesito desentrañar. Lo necesito para dejarnos vivir en paz, en nuestra paz o en algo que creemos nosotras. No en algo precocinado, en esos lugares comunes que nos hacen dar vueltas como una perra a la hora de la siesta.

Yo conozco un lugar bajo su pecho, justo entre sus costillas, donde el sol palidece frente a nuestro calor animal. Allí me gustaba reposar  cuando ni siquiera sabía que era yo, cuando sentía que era ella o un pedazo de algo más grande y cálido y blandito. Sospecho que esta búsqueda incesante, de bestia herida, me conduce a ese lugar que una vez habité. Sé que la quema del traje de hija (y del de madre) tiene que ver con la necesidad de piel, de saliva, de leche. Esos trajes nos hicieron perdernos en otras texturas, nos alejaron de algo preverbal que ahora tratamos de buscar en sucedáneos, en conversaciones de 5 minutos a la hora de cenar, en notitas amarillas escondidas en mesitas de noche antes de viajar.

Si alguna vez supiera parir las palabras que remendaran las cicatrices de las heridas hechas por nuestros trajes, podríamos -no volver- pero sí irnos a aquel lugar del que vinimos. Ana, eres el amor de mi vida aunque no tenga ni idea de cómo es amar así, porque lo que mi cuerpo siente por el tuyo sólo en las cavernas está escrito. Es animal, es primitivo, es tan gigante que me abruma y a veces me mata. Me mata más a menudo de lo que quisiera reconocerte. Pero somos animales vestidos, animales que necesitan los trajes para habitar el mundo y yo, ama, y yo, quiero vestirnos de piel y sangre, de humores y saliva.

Alguien nos enseñó a dejar de ser carne derramada. Yo voy en busca de esa carne incontenible que me permite ser frágil y ser cuerpo-roto-derramado porque sé que, sólo desde ahí, me habito sin arañarme por dentro. Ese lugar en el que la paz es real y menuda y tangible… y mortal.

El día en el que, madre te quites El Traje
y puedas verte;

el día en el que, hija puedas mirar a tu madre sin El Traje,

el mundo
tal y como lo conocemos, por fin,
habrá acabado.

MAÑANA ES EL ÚLTIMO DÍA PARA FORMAR PARTE DE UN VIAJE COMO NINGÚN OTRO. EN ESTE VIAJE NOS QUITAREMOS EL TRAJE DE HIJA PARA HABITARNOS GRANDES, MENUDAS, FRÁGILES Y LIBRES ¿VIENES CON NOSOTRAS? YA SOMOS 124 Y SÍ, FALTAS TÚ. EL PASAJE LO COMPRAS AQUÍ.

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Conocerte es vivirte. Vivirte es amarte. Amarte es ser libre.

 

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