Parece fácil, pero no lo es. Y no soy la única. Y no es por torpeza y tampoco por falta de información. Lo que pasa es que me puede la culpa y especialmente el miedo. Sí, lo confieso tengo miedo a desaparecer. Si mis huesos se hunden en ese hueco blandito del sofá, es posible que sea fagocitada por el pánico a dejar de existir. Porque, que nadie se engañe, hemos aprendido que ser es hacer y cuando dejas de hacer ¿quién eres? Descansar no es fácil, nada fácil y tampoco está a la mano de cualquiera (sí, lo hemos convertido en un privilegio) pero sin descanso no hay posibilidad de vida. Y hablo de vida para vivir no de supervivencia que es lo que practicamos mañana tras mañana. Yo fui educada en el pánico a ser vaga, a ser un bicho improductivo y maleante. Bajo el mantra: “primero el deber y después el placer”, mi madre me advertía cada viernes-tarde que, para poder descansar el fin de semana, debía terminar todos mis deberes fuera la hora que fuera, saliese al parque quien saliera, estrenasen la peli que fuera. En la vida, “una es lo que hace”.
Ocurre también, algo curioso, y es que nací en un cuerpo femenino que, con ayuda de unas y otros, lo aprendí a llamar cuerpo de mujer y claro, ser mujer y descansar es totalmente incompatible. Nosotras no tenemos acceso al merecido descanso del guerrero. Y no sólo por logística (que esto ya es mucho) sino porque el mantra de eres lo que haces es lo que nos ha permitido salir de casa y amoldarnos al trabajo del animal hombre trabajador. Descansar para nosotras es morir, esto es: desaparecer; y no, no es una exageración. Sólo entendemos que una mujer pueda descansar cuando su falible cuerpo lo demanda (a saber: ciclo menstrual y maternidad) y por ello nosotras aprendemos a dibujarnos como culpables por tener un cuerpo que no funciona bajo las demandas de este sistema. Nuestro cuerpo no se adecua con lo que nosotras somos las que fallamos, las que hemos de enmendar el tremendo error de El Creador. Por ello, si cada veintitantos días nuestro cuerpo implora descanso, nos atiborramos de pastillas y seguimos currando; y si nuestra preñez nos pide dormir cual marmotas, buscamos vitaminas para seguir estando en pie. Nuestras abuelas y madres simbólicas salieron a ocupar lo público (infinitas gracias a las feministas de los 70) pero lo privado continuó ocupándonos mientras lo público nos concedió una hipoteca imposible de pagar. No conseguimos exorcizarnos de ninguno y nos invadieron las demandas sociales de ambos. El precio siguen siendo nuestra salud, nuestro placer y nuestros sueños.
Yo no sé descansar porque nadie me lo ha enseñado y porque, como mujer, no lo he visto practicar (salvo por fuerza mayor) a las mujeres de mi casa. El descanso es el enemigo. Sólo tiene cabida en nuestra casa si enfermamos irremediablemente. Y es hasta que no duele tanto que no nos podemos mover, que no paramos. Y cuando paramos, ocurre que mil monstruos nos acorralan antes de ir a cenar. Sentimos sobre nuestra nuca el frío aliento de los debería y los tendría que. Además un reflejo pálido en el espejo nos clava la pupila, mientras nos vemos desaparecer como en una foto tomada en el futuro. Nos desvanecemos del mundo público porque nosotras si no hacemos, no existimos allá fuera. No hay espacio para irse y volver luego si eso, más tarde. Tenemos poco espacio y éste ha sido tomado a la fuerza, con mucho dolor y mucho sacrificio. Somos pocas las que nos trabajamos el miedo a ser reemplazadas por otras, con lo que cuando una se retira, las demás compiten para ocupar ese espacio porque es un hecho: no hay espacio para todas. En verdad, no hay espacio para ninguna. Se trata de supervivencia. Para nosotras la vida va de esto, de lucha, de resistir a la ocupación y de atrevernos a crear lo soñado en un entorno donde los sueños no cuentan. Y esto es duro y esto necesita del descanso para poder replantearnos nuestras posiciones y también, para poder vivirnos; esto es, ir más allá de la supervivencia. A veces me da por pensar en que nadie nos enseñó a descansar porque si lo descubríamos podíamos hacer de este diminuto espacio que habitamos, un espacio propio, donde recuperar fuerzas, calmar la sed, crear estrategias y así expandirnos. Puede ser que no hemos podido descansar jamás porque nosotras somos las reinas de la corona de espinas del cuidado. “Ellos no saben cuidar tan bien como nosotras” oigo en una conversación entre mujeres de mi generación, los 80. Y sí, nosotras somos maestras sin título de la atención y la anticipación al deseo del otro, pero esto nunca se nos ha reconocido como merece. Y no hablo de estatuas en el centro del pueblo, que bien las valdrían, sino también de sueldos y cotizaciones y premios y si hace falta concursos en la tele. Nosotras, como género, hemos interiorizado estar siempre de guardia y en aquello que llamamos público, nos comportamos del mismo modo. Lo cuidamos todo, lo anteponemos todo a nosotras, a lo que deseamos. Porque ¿Qué deseamos aquellas a las que se las amaestró para no desear?
Pienso en una revolución de andar por casa, que son las que enraízan profundamente y las que se contagian orgánicamente. Pienso en los pequeños actos de cada día que si bien nos condenan, nos pueden liberar: ¿Y si nos apropiamos del sofá? ¿Y si generamos redes de apoyo para ocupar el descanso de manera comunitaria? Hablo de grupos de cuidado entre mujeres que viniesen a actualizar la figura de la vecina, que si bien ya es un cuento de nuestras abuelas para muchas de nosotras, sí que gracias a internet podríamos organizarnos por barrios, en diferentes franjas de horarios- por ejemplo. Porque la ilusión de autonomía e independencia nos está matando asépticamente. Porque es cierto, no es que no descansemos tanto por no saber cómo hacerlo (que también) sino por comprobar que no es posible encontrar la calma en el descanso. Porque cuando descansamos podemos ver el gran cuadro en perspectiva y comprobar que, en él, nosotras somos los diminutos puntos disonantes que rompen la armonía de colores. Alguien dirá que esos puntitos son los que dan alma al cuadro, yo le digo que ser el alma es agotador, injusto y doloroso.
Quizás debería renunciar al descanso, quizás viviría menos quemada si me atreviese a aceptar la cruda realidad de que sin movimiento exhaustivo y constante, nosotras, en este cuadro, no pintamos nada. O quizás podría tumbarme en el sofá, clavar la pupila al techo y comenzar a garabatear nuestro presente con mis propias manos. Sí, creo que eso haré porque, una voz que nace de mis tripas me dice que esto tiene más posibilidades de futuro que esas carcomidas y apolilladas naturalezas muertas.
Escrito en fase transitoria de ovulatoria a premenstrual.
Original en castellano del artículo No és país per a velles en La Directa
Pic Slava Triptih