El cuerpo no perdona.
Y tampoco debe. El cuerpo no entiende de moral.Tampoco de mandamientos. Por eso nuestro cuerpo reacciona de manera inesperada cuando de abrazar a nuestra madre se trata. ¿Nunca te ha sucedido que tú quieres darle un beso, estrecharla entre tus brazos, dejarte achuchar y cuando llega el momento, tu cuerpo se vuelve roca?
El cuerpo se obceca en conocer la verdad,
asegura Alice Miller y no hay nada más cierto. Hay un abismo entre lo que nos contamos para conciliar el sueño y lo que el cuerpo calla. Nos negamos a nosotras mismas la posibilidad de conocer qué es aquello que nos hace amarodiar a esa mujer que es nuestra madre. Huimos de todas las maneras posibles pero el cuerpo siempre nos lleva al mismo punto. Nos tensamos e incluso algunas, enfermamos. Pasamos una semana en su compañía y empiezan los catarros, las diarreas, la pesadez de estómago… En su compañía nuestro traje se descompone para dejar al aire el cuerpo. Cuerpo herido.
El cuerpo tiene memoria.
La moral nos enseña a olvidar selectivamente y a contarnos cuentos que nos permitan encajar en este mundo raro. Como el cuerpo es demasiado vasto para las creencias, las ficciones de la moral saltan por los aires. Él sabe. Tú sabes. Sentir rechazo y atracción por esa mujer que es nuestra madre es la lucha interna entre cuerpo y moral. La memoria versus el recuerdo. Una grita, el otro culpa. Y en medio quedamos nosotras.
Pero, ¿a quién creer? ¿Qué ocurriría si me permitiera escuchar a mi cuerpo?¿Y si lo que me cuenta es insoportable? ¿Podría seguir amando a mi madre? ¿La amo, realmente? ¿Cómo es amar a aquella a quién te han exhortado a amar? ¿Podría amarla por elección propia? ¿Acaso las hijas podemos elegir? ¡Mierda! ¿Por qué me siento tan culpable?
No has hecho nada malo,
No lo has hecho.
No.
Nada malo.
Las hijas no nacemos con un error a corregir. Nosotras no somos los sueños frustrados de las otras hijas que no consiguieron satisfacer a sus madres. Nos han hecho ser una maraña de frustraciones ajenas pero esto ha de terminar aquí. No podemos seguir viviéndonos ajenas a nosotras mismas. Ha de parar el terror de mirarnos con los ojos de las otras. Ojos que miden, que exigen pero que no ven. Porque, si viesen, el mundo se tambalearía bajo sus pies. Pero ¿qué hay de malo en esto? Mejor que el mundo tiemble si así nosotras conseguimos, por fin, ver que estamos limpias de todo mal.
Somos suficiente. Eres suficiente tal y como eres. Lo eres. Si no me crees, pregúntaselo a tu cuerpo. Él sabe más que tú y yo juntas.
No necesitamos perdonar,
No va de perdones. Tampoco de culpas. Va de darse espacio para acogerse, entenderse, comprenderse. De hacerse un hueco en las costillas de una y dejarse acunar. La herida ha de dar paso a la cicatriz.
Caminar hacia la cicatriz.
De eso ha va todo.
Yo elijo creerme. Creer a mi cuerpo y a su memoria.
Elijo abandonar la culpa.
Elijo descoser mi traje de hija para respirar porque dentro, me ahogo.
Elijo mirarme a los ojos con mis propios ojos y v e r m e.
Yo elijo. Porque estoy agotada de dejar que la inercia elija por mí.
Yo me elijo.
Ahora bien, no lo hago sola porque la soledad araña las tripas. Sola me siento una loca por dejar de lado la almidonada moral que tan bien aprendí a respetar. Sola, ¡es tan difícil! Y yo ya estoy harta de vivir mi herida en la más absoluta soledad, casi en la vergüenza. ¿Cómo puedo sentir lo que siento por mi madre? ¿A alguien más le sucede como a mí? ¿Por qué mi mente me dice que me quede y mi cuerpo que me vaya?
Por eso, para terminar con la tiranía del silencio de las hijas, he abierto una brecha por donde podamos salir a respirar, a lamernos las heridas, a aprender a cuidarnos, a reflexionar, a comprender, a poner orden y sobretodo a creernos. A creer la verdad de nuestros cuerpos.