Soy gorda. No lo estoy. Pero lo soy. Y no lo digo porque ahora se lleven las curvies ni parezca que el mercado (ése ente que ha habilitado-por fin- un nicho cool para las gordas de toda la vida- cosas ‘buenas’ de la crisis que hace que la industria textil necesite cambiar el rumbo y engordar la cartera con dinero de las, hasta ahora, parias) acepte de ‘mejor gana’ a las chicas-rellenitas (¿de qué, rellenitas, ¿de qué?).Tampoco lo digo porque quiera hacerme hermana de las gordas y que, al etiquetarme como tal, me una a su lucha sin padecer los castigos sociales de ser gorda pero sí las glorias de las que lucen etiquetas de puta-negra-musulmana-gorda-bollo que tanto privilegio nos da, en la normalización de la periferia. No. Yo soy gorda sin glorias. Soy una gorda que se escribe, hoy de tripas para fuera, a modo de confesión íntima, para no sentirse sola o para evidenciarse sola y perdida.
Soy gorda desde los 8 años. Dejé de estar gorda matándome de hambre (primero), racionando la comida y practicando deporte, desde los 14 años hasta la fecha. Sí, hasta la fecha. Porque, como ya conté en esta entrada, yo convivo con la anorexia. Cada cual tiene sus ‘amigos’, yo la tengo a ella (entre tantxs otrxs). Y no como algo tan obsesivo que no me permite verme, pero sí como algo tan obsesivo que hace que me quiera ver todo el rato. Cuanto más bajita de moral ando, cuando mis sombras aparecen (en la fase preovulatoria me ocurre que, al volver a mi parte más ‘adolescente’ vuelven los fantasmas de la época) Ella me aprieta fuerte la mano y me dice: ‘tranquila Erika, yo te cubro’. Entonces recuerdo qué he comido ese día y qué puedo comer después de haber comido esa mañana y qué no puedo comer y cuánto he de correr más tarde para poder ‘compensar’, porque Ella vive conmigo ‘ayudándome a compensar los excesos’. Pues bien, en todo este tiempo yo no he dejado de ser gorda. Si pudiera enseñaros como soy por dentro soy una chica (mujer…emmmm no me gusta a mí esto de la mujertez, pero venga va, diré mujer) gorda. Por fuera, no. De hecho cada año estoy más ‘esbelta’ (no me gusta el adjetivo de esbelta, me chirrían los dientes cuando lo escribo pero sé que es La Palabra) e incluso ‘demasiado delgada’ y no porque ya no coma (que como y bien, gracias) sino porque, en todo este período, mi metabolismo se ha acelerado como un rayo. Alguna dirá ‘yipiyei! afortunada!’ y en cierto modo, tendrá razón porque yo quise ser delgada no por cuestiones de salud ni por verme ‘más guapa’, sino para que me quisieran, para tener poder, para dejar de habitar la dolorosa periferia. Vamos, como todas quiero suponer. Como todas las hijas de vecina que comprobamos en nuestras carnes que la aceptación y el mimo vienen de la mirada ajena y no de la propia, como se empeñan en repetir los libros de autoayuda que sólo ayudan a las editoriales. Soy afortunada porque soy gorda y estoy delgada gracias a un metabolismo Speedy González. Emm, sí. Bueno no.
No soy afortunada. Porque no tengo aún la capacidad de mostrarme como soy y estoy envuelta en el disfraz de una ‘tía esbelta’ de 31 años. Hay una tía de 31 años de talla 38 que dice ser Erika que se pasa el tiempo maquinando cómo comer eso que le maravilla (adoro comer) sin que se note. La misma que no lleva determinada ropa que marque sus caderas. Ésa que se ve siempre gorda-gorda en las fotos de cuerpo entero. La pesada que cada mañana, según va al baño, se mira en el espejo de perfil para comprobar que su vientre de naturaleza redondeada, sigue ahí, ‘nunca plano, pero bien’. Ésa que se avergüenza de quién soy yo en realidad. Porque yo soy gorda.
Desde hace unas semanas leo cada día WeLoverSize. Nunca leo un mismo blog más de una semana seguida, soy un desastre en esto de leer on line (en casa del herrero….) pero con esta web no puedo no hacerlo. Me maravilla. Leo muchas entradas asintiendo y hablándole a la pantalla, en plan: ‘¡es verdad, es verdad, es verdad!’ Me siento retratada y aliviada por ello, pero llega el momento en el que me doy cuenta de que yo no estoy gorda, de que yo estoy en ‘el peso ideal’, de que eso que me parece tan real, conmigo ¿no lo es?.
Yo soy una gorda habitando un cuerpo delgado. Pero si yo he sido gorda muy pocos años (me digo) ¿Cómo puedo seguir siéndolo? ¿Por qué no pensar que fue ‘una mala etapa de mi vida’ (mala porque tooooodo el mundo sabe que estar gorda es malo-malo (ironía eh))? ¿Por qué mi identidad, la de dentro, la que siento auténtica, es de gorda? ¿Hay una identidad de gorda? ¿Ser gorda es una actitud? Tengo muchas preguntas sobre ‘lo gordo’ sobre la identidad gorda, porque sinceramente nunca he tenido las agallas de escribirme, ni abrirme frente a nadie en relación a este tema. Nunca he hablado con una mujer orgullosa de su gordura y que su identidad de gorda sea una identidad política y un lugar para el activismo. No lo he hecho porque no tengo amigas gordas y activistas. Por ‘educación’ no he podido hablar del orgullo de la gorda con ninguna mujer en la intimidad, con un buen café y una mirada curiosa y clara. Es un tema que se suele evitar porque ‘de eso no se habla’ o de hacerlo, ha de señalarse lo transitorio e ingrato de la situación: ‘no soy gorda, estoy gorda y puedo y he de dejar de estarlo’. Sí, puede ser que las mujeres gordas de mi entorno no sean gordas, sino que ‘simplemente’, lo estén. Vamos que no lo sean. Una mujer que está gorda es una mujer esbelta habitando un cuerpo gordo. Ella, como yo, no se reconoce en su cuerpo. Ella se sabe diferente a lo que el espejo le devuelve. Las dos estamos en la misma situación. Aunque, por supuesto, el prestigio es diferente. A mí la sociedad me otorga más privilegios que a la otra. Ser y estar son dos cosas bien diferentes, pero está claro que en nuestra cultura se premia/castiga al Estar, el Ser se entiende cosa insulsa a guardar. En plan: ‘muy bien loquita, sé lo gorda que quieras por dentro pero estáte buenorra por fuera’.
Una noche, en un frenesí festivo, hablé con una chica que estaba gorda y que era pre-cio-sa. No podía dejar de no mirarla. Hablando con ella me explicó el proceso de aceptarse tal cuál una es. Yo la miraba emobobada y le confesé que el día en que yo fuera, por fuera, lo que era por dentro, sería feliz. Que yo quería mostrar al mundo lo gorda que era y sentirme orgullosa de parecer quien realmente era. Que me sentía una impostora. ‘Aceptarlo es el primer paso’ me dijo. Acepto que soy gorda… ¿voy bien por aquí? No lo sé…no tengo referentes.
Ahora que lo reflexiono, todas en este mundo macabro nos pasamos la vida intentando aceptarnos tal cuál somos. Algunas lo (casi) consiguen con más o menos esfuerzo, y otras seguimos intentándolo con extraños resultados. Ninguna nos aceptamos, esto no es una novedad. Con El Traje de Mujer viene la negación de lo que se es y de lo que se representa. El Traje de Mujer no es un traje para todos los cuerpos; de hecho en El Traje va la negación al cuerpo. Así que para ‘ser mujer’ es condición indispensable negarte, disociarte de la piel en la que habitas y buscar otros cuerpos que validen el cuerpo que ‘por desgracia’ te ha tocado ser. Por eso es tan complicado para mí aceptarme como soy porque apenas si estoy descubriendo cómo me gusta ser yo. Recién hoy descubro que soy gorda pese a no estarlo. Apenas hoy he podido balbucear las primeras palabras de esa identidad que se escondía, enroscada, entre mis costillas.
Cada vez que pienso en qué puedo o no puedo comer me enfado. Siento que me traiciono. Es un dolor que me hace aullar y me deja vacía, asustada frente a mi reflejo. Me sigo limitando pese a que me dedico por entero a salir del margen y expandirme. Me pillo calculando, organizando, especulando, arañándome mentalmente si como lo que ya no debería estar comiendo. Ella, La Anorexia, me ayuda a ser operativa, a lucir bonita, a parecer saludable. La misma de la que los creadores del ‘ódiate mujer, ódiate’ hablan pestes y sacan tratados clínicos, es la que me cincela a su gusto. Al gusto de Ellos, que son los que me dejarán vivir, los que me reconocerán cierto poder, los que querrán follar conmigo, los que me tendrán cierta estima… por mi cuerpo esbelto. Ella es la que me garantiza la cuota mínima de poder que me hace tener un hueco en este mundo roto. Hueco que tiene un precio muy alto. Demasiado. Tan grande que pensar en dejar de pagarlo se me antoja impracticable. No se trata de engordar, sino de aceptar peder los privilegios que tantos dolores me causan ¿Estaré preparada para volver a soportar las miradas inquisidoras? ¿Resistiré a las mofas continuas? ¿Podré habitar en un cuerpo no ya de segunda (tengo rajita y he sido diagnosticada como mujer, así que soy de segunda) sino de tercera o cuarta categoría? Espeluznantemente siento que no. Un pinchazo seco atraviesa mis lumbares y me deja clavada delante del ordenador. No. No podría volver a vivir ese infierno. Me digo que no sería lo mismo, que ya soy adulta, que tengo recursos, que el feminismo me enseñó mis alas y mis dientes, que mi pareja está conmigo (¿lo estaría con una talla 48? todos decimos que sí pero hasta que no llega el momento…), que sería liberador o cuanto menos libertario, pero No Puedo. Me descubro temblando en una esquinita de mi mente, en un rincón oscuro y húmedo, del que sólo Ella, con su mano firme, me calma diciendo: ‘No puedes perder más poder, eres un animal demasiado vulnerable, tienes otros frentes. En este momento esto no puede ser, estás demasiado rota. No vivimos tan mal, sabes que lo otro te hará añicos. Ahora, Erika, no puedes.’
Ahora no puedo. Soy una gorda en un cuerpo esbelto que ahora no puede parecer lo que es por dentro. Está es mi realidad-ficción. No voy a insultarme y llamarme cobarde, porque es cierto que tengo que medir mis fuerzas y saber dónde y cómo luchar y sobretodo disfrutar de la lucha. Aún no estoy lista para dar el paso. Quién sabe si algún día mi metabolismo deja de ir a mil por hora y me encuentro con la lentitud de mi infancia y no me queda otra que acoger lo que el cuerpo impone (pero aún así no habré sido yo la que se haya acercado a la fuente a beber sino que la lluvia me habrá caído encima, sin preguntar, simplemente lluvia sobre mi piel) Sea como sea, si es que algún día es, hoy: sé. Y aunque este saber me libera a la vez que me interpela y me pone en una situación incómoda en la que toca elegir, yo elijo. Y no elijo la opción que utópicamente más me gustaría sino la que sé que ahora puedo asumir. Todo tiene un precio. Ahora, elijo cuál puedo pagar. No lo vivo como un triunfo, pero me queda el dulce sabor de saber que no es una derrota. Soy gorda, aunque nadie (todavía) lo pueda ver.
Día 14: ovulando de capa caída