Un cuerpo (im) propio: la anorexia y yo

En mi casa no hubo báscula. Jamás. Estaba prohibida. Mi padre exilió tal aparato a la lista de cosas imposibles e improbables de entrar por el dintel de la puerta de casa. Pero esto no me frenó. Me pesaba en casa de mis amigas o en las farmacias. Lo malo era que para ver mis progresos debía pesarme siempre en la misma báscula, así que tuve que decidir cuál sería la Elegida. Trato de recordar cuál fue pero no me acuerdo ya. Creo que la de la farmacia de Las Viñas pero iba cambiando para que no levantar sospechas. Aún sin báscula en casa, los pantalones de campana negros elásticos eran mi vaso de medida. Metía los dedos en la cintura y si quedaba mucho hueco, tanto que ni tenía que estirarlo con los dedos índice y corazón, significaba que ese día, era un gran día.

Comía como un pajarito. Bueno, más bien masticaba como un gorrioncito. Porque comer implicaba tragar, y yo … no me lo tragaba. Masticaba mucho, de una manera cruel, porque cuando mi estómago no podía más y clamaba a mi faringe por hacerse con el preciado alimento, yo lo escupía. Al principio me dolía. Después me sentía poderosa y el poder sobre mí es algo que siempre me ha llenado más que cualquier otra cosa. Por fin tenía poder sobre algo y alguien: yo misma. Masticaba chicles Happydent compulsivamente. Esto junto a los supositorios de glicerina Rovi de mi padre, me ayudaron a evacuar cuando yo decidía. Yo controlaba lo que entraba y lo que salía de mi cuerpo. Además nadie parecía darse cuenta. Mi madre comenzó a trabajar fuera de casa por primera vez en mi vida. Me dejaba comida lista y yo, tal y como estaba la restregaba por el plato y la tiraba a la basura. Fregaba como llevaba haciendo desde que era una ratilla de agua y nadie se enteraba de nada. Por las noches «cenaba» ligero y listo.

Los resultados no fueron los que cuentan lxs médicxs ni los programas de mañana de la tele. Fueron geniales. Por primera vez sentía que me veían. Sin duda era vista. Ya no como la gorda-gafosa-rarota sino como Erika. La gente me llamaba por mi nombre y algunas comenzaron a tratarme con respeto. Recuerdo especialmente el día que una de clase dijo que quería tener las piernas como las mías ¡Me hizo tan feliz que alguien quisiera parecerse a mí! Esto era insólito. Además por fin podía comprarme la ropa en las tiendas de mi edad. Mi madre ya no me abría la cortinilla del probador pidiéndole a la dependienta Otra Talla Más. Mis abuelas estaban contentas, sobretodo mi amama (abuela paterna) que desde entonces pareció tenerme más afecto y mis padres dejaron de llamarme «cebollón». La vida me sonreía y yo sólo tenía que chupar galletas, masticar manzanas, escupir galletas y manzanas, hacer polvo 15 chicles de Happydent al día y meterme, de vez en cuando, un supositorio de glicerina. Y ¿vomitar? No. Nunca vomité. Eso sí que no. Eso era de enfermas.

Los chicos: pasé de no ser vista y ser ridiculizada, a ser vista y deseada. De repente los que habían hecho mofa de mí, me miraban de arriba a bajo (como si de una estatua se tratase) y asentían dándome su visto bueno. Estaba extasiada ¿Cómo no iba a dejar de comer si por fin el mundo me veía? ¿Cómo iba a hacer un hueco a la comida si privarme de ella me daba un ticket directo al «cariño» de todo el mundo? Todo era sencillo. Por fin había dado con la respuesta ante las preguntas angustiadas y llenas de auto-odio: ¿Por qué no me quieren? Todo estaba claro, al fin. No me querían porque estaba gorda. Sin mi barriga ni mis muslotes, el mundo era un lugar más plácido para vivir. Nadie me insultaba. Mi padre ya no utilizaba ninguna parte de mi cuerpo para sus bromas. Mi amama me quería. Aquel chico, justo aquel, por fin me veía. Y yo, por una vez en mi vida, supe que me pertenecía.

Sí. Aquí está una gran clave. A través del control abusivo sobre lo que entraba y salía por mi cuerpo,  yo supe que mi cuerpo era mío. No como había padecido hasta la fecha. Mi madre y mi padre me criaron de una manera hiperprotectora. Ultra asfixiante. Yo no tenía control sobre absolutamente nada. Bueno, quizás sobre los libros que leía y que eran mis únicos amigos. Pero mi cuerpo siempre fue de mi madre, de mi padre y durante unos cuantos años de mi tío. No había rastro de mí en mí. Me miraba al espejo y no me veía. Quien se movía entre mis costillas no era la que el espejo mamón reflejaba. La ropa no era ni siquiera la que yo quería, con lo que toda posibilidad de manifestarme estaba inhibida. Pero a partir de mi primera menstruación todo fue cambiando. No sé describir exáctamente qué ocurrió pero cambié. Entiendo que salir con un chico (es lo primero que hice cuando me bajo la regla) me hizo sentir que tomaba posesión de mi cuerpo. Estaba haciendo algo prohibido por mis padres y estaba disponiendo mi cuerpo al placer y a ser tomado por otro (bueno, como mi cuerpo no era mío, robarle de las manos de mis padres y dejarle ser tomado por otro ya constituía un acto de libertad para mí). Pasé de un noviete a otro sin más margen que 2 meses. Llegué a mis 14- 15 años (edad de la historia de hoy) con la certeza de que mi cuerpo, ni que fuera para dárselo a otro, podía ser mío. Ahora tocaba hacer de él lo que Yo quisiera. Y yo quería poder controlar, y yo quería saber qué era el poder y yo dejé de comer para reapropiarme de mí y cincelarme a imagen y semejanza de la ninfa gótica que creía habitaba bajo mi piel. Lo conseguí.

Ahora debería contar que tanto poder se volvió contra mí porque es la moraleja que siempre nos enseñan a las mujeres: si tratas de hacerte con el poder, te harás daño. Has de renunciar. Pues bien. Ocurrió que me di cuenta de que tanto control me estaba descontrolando. Se me estaba yendo de las manos y el aplauso de mi público cada vez me hacía más daño. Empecé a preguntarme si realmente merecía la pena atravesar tantos micro-dolores (la suma de todos resulta ser un calvario) por un grupo de gente que había comenzado a respetarme únicamente cuando me había comenzado a ver  frágil, esbeltamente vulnerable. Mi humor era cada vez más mierda, más seco, más áspero. Pero no sólo porque hormonalmente estuviera hecha jirones, sino porque me seguía sintiendo sola. De hecho me sentía abandonada. La mirada de lxs otrxs no me había salvado de ese abismo tan gigante que siempre me ha habitado. Un día me sentí estúpida. Recuerdo perfectamente la sensación. Me estaba rompiendo para ser una muñeca en manos de torpes y descuidadxs,  no me pertenecía. Pertenecía a la imagen del espejo, a la imagen de las pupilas ajenas. Así que, al día siguiente le conté a la psicóloga que me asistía por los abusos de mi tío, que llevaba meses sin comer y todas mis peripecias para adueñarme de mi cuerpo. Así terminó ese capítulo de mi vida. Que no fue uno cualquiera, sino la continuación de un cúmulo de agonías infantiles y el prólogo de las incertidumbres de mi adolescencia.

Mi anorexia, así se llama la protagonista de este pedazo de Historia, no fue mi enemiga. Siempre que he querido hablar de ella me sentía en el deber moral de nombrarla como la malvada bruja del cuento de mi vida; pero como yo amo a las brujas y como sé que ellas no son la causa del mal sino más bien la respuesta a éste, deseo darle el espacio que se merece (en mi vida. Cada cual tiene su Historia):

Controlar la comida era una prueba de que por fin podía tener control real sobre algo. En mi infancia jamás tuve control sobre nada. Todo me superaba y me atravesaba sin poder decidir. Con este control (que si bien hacía daño) pude comprender que en última instancia mi cuerpo, me pertenecía. La anorexia me mostró la crueldad de esta sociedad. Antes de ella muy poquita gente me tenía en cuenta, sino era para mofas o cuchicheos. Gracias a ella, mi nombre tenía nombre propio. Cuando me pedían que adelgazara unos kilitos y no lo conseguía, las mofas y recriminaciones se oían por toda la casa. Cuando yo sola lo conseguí, los nervios afloraban porque yo estaba poseyéndome. Yo tenía que atender siempre al consejo de mi pediatra que, con el culo más grande que su silla de despacho de la Seguridad Social,  me recriminaba estar gorda, para después tener que adelgazar  la cantidad que ella y el sistema médico decidía. La anorexia me enseñó a ser rebelde. A pasarme la clínica por el forro y a asustarles mostrando que yo era la que decidía cuánto y cómo.  Tenía que adelgazar pero lo que ellxs quisieran. Yo adelgacé lo que yo «quise». El problema es que acabó siendo una adicción. Porque no se trata de la comida que comes o dejas de comer, sino del poder que (por fin) tienes sobre ti; y como nadie nunca jamás nos enseña a concoer-mimar nuestro poder y hacer un buen uso de él, éste se vuelve contra ti y te acabas consumiendo. La anorexia me enseñó que no es cierto la frase-mantra de «la belleza está en el interior». Sí, vale, lo está pero la gente sólo se acerca a conocerlo si su envase es atractivo. Y por atractivo estoy hablando de lo que la Cultura (farmacopornográfica) señala como merecedor de afecto. Esta realidad-ficción que a todo el mundo le quema reconocer, tiene su máximo exponente en el marketing. Todxs, hijxs del consumismo, valoramos el contenido por el continente. Así que cuando una adolescente señala esto en su escuálido cuerpo, es un insulto a su inteligencia decirle que no está en lo cierto. Porque nadie que no se haya revisado y dado la vuelta, sabe acoger lo abyecto, lo diferente, lo marginal y periférico.

La anorexia me enseñó a ser *Mujer. Me enseñó el valor de la fragilidad y del ocupar poquito espacio, que es justo lo que se nos pide. Vaporosa, etérea, apática, lánguida, elegante, melancólica… siempre dispuesta al juicio ajeno y a cambiarse por amor. Aprendí a que si quería ser amada y/o deseada tenía que someterme, tenía que perder fuerza de carácter, tenía que ocupar menos, tenía que exprimirme hasta quedarme exhausta. Perdí mi humor sarcástico y mi aguda inteligencia. No me podía concentrar pero ¡a quién le importaba eso! mi intelecto me había marginado demasiado, por fin mi cuerpo anoréxico me redimía del pecado de querer saber, ser lista, ser irónica, ser inadecuada, ser rara. Pasé de ser una gorda-listilla a una flaca- melancólica. Dentro de esa sumisión, de ese ser Mujer, jugaba con la carta de poder destruirme cuando yo quisiera. Así que había un margen de libertad. Cuando era una niña gorda no me querían pero cuando pasé a estar más y más delgada el amor postizo se fue perdiendo. Caminé sobre la cuerda de la abyección, de un extremo al otro. Aprendí que no gustaba si mantenía una pizca de dignidad y poder para mí. Comencé a alimentarme mejor cuando comprendí el mensaje: gorda o delgada nunca iba a gustar. Era demasiado extraña. Tenía demasiadas aspiraciones, preocupaciones y pensamientos.

15 años después pienso en ella. Sí, en la anorexia. Y sé que nunca me ha dejado. Cuando me rompo y me siento insegura, cuando creo que el mundo me va a devorar, ella está ahí, a mi lado, soltando vaho sobre mi nuca. Ella es la reacción ante el dolor que me oprime en el pecho cuando algo en mí me señala que no estoy hecha para este mundo. Cuando confirmo que ninguna mujer está hecha para este mundo, que va contra ella y se recrea sobre ella. Ahora sé que no he de luchar contra ella, porque ella sólo es un señuelo. Ahora lucho colmillo a colmillo contra los generadores de estas realidades-ficciones que basan toda su estrategia en el control del cuerpo. Contra aquellos aparatos sociales que impiden que nos conozcamos, que tengamos un cuerpo propio, que tomemos decisiones originales y auténticas. Aquellos que generan ideas y creencias en las que sólo cabe un cuerpo y no otros (creadores del cuerpo normativo). Aquellos que sibilinamente condenan unas prácticas como la de autoprivarse de alimentación, no por perjudiciales sino por no ser ellxs los que controlan ni ser los que benefician de ello. Aquellos que consideran que las adolescentes (y algunxs adolescentes) están locas y tienen un trastorno, en lugar de señalar que la sociedad es la que está realmente trastornada y que ellas (ellxs) son lo suficientemente inteligentes como para evidenciarlo en sus cuerpos e incluso dejarse morir por ello. Hablo de las ficciones crueles en las que se juega con nuestros afectos y nuestros deseos, en donde nuestros miedos son inoculados y creados cada día a modo de veneno. Veneno sin el cual no seríamos productivxs ni reproductivxs. Dejemos de engañarnos. Dejemos de mirar hacia el dedo que señala y miremos hacia donde se está señalando. Ni la anorexia ni la bulimia, ni ningún llamado trastorno alimenticio, son los culpables de lo que viven un importante número de mujeres y adolescentes. Jamás hablaré por otras personas que han vivido o viven esta realidad- ficción, pero yo sé que nunca estuve loca ni fui poseída por un demonio. Yo padecí el ser marginada y asilada por no ser como se esperaba y yo quise y puse «solución» a esta falta de afecto y mimo que era lo que realmente me mataba. La anorexia puede matar. Esto es peligroso. Pero nadie señala que la ausencia de cariño, de pertenencia, de ser amada tal y como eres, es la muerte más dolorosa que puede haber para muchos animalillos, incluidos los humanos.

Ojalá hubiera podido crecer como la niña gorda-gafosa-rarota que fui, sintiéndome amada, respetada y deseada. Ojalá existiera ese mundo, esa tierna ficción donde todxs cabemos y somos mimadxs y valoradxs y estimadxs sin necesidad de desmembrarnos y torturarnos. Pero hasta la fecha esta ficción no es más que eso. Y por ella hemos de trabajar duramente. Eso sí, siempre siendo honestas, siendo claras, porque esta ficción cruel que llamamos realidad es gordofoba y por ello no todas cabemos y muchas, por sentirse queridas y poder acceder al poder (ambas derivan de tener un cuerpo normativo), se dejarán la piel. Yo lo hice y si no fuera por la crítica feminista y la posibilidad de otras ficciones que, por ejemplo, la Teoría Queer propone, lo volvería a hacer. Porque nadie en este maldito mundo puede sobrevivir sintiéndose un despojo, un deshecho, un error, una vergüenza que no merece ni respeto, ni amor, ni deseo, ni autogestión. En una sociedad gordofoba la anorexia se perfila como un camino (muy difícil pero efectivo) para conseguir todo eso. O al menos, rozar el brillo que esta dolorosa mentira desprende.

Escrito en día 14: ayer ovulé- publicado en día 19: casi premenstrual

Pic Pro-Ana dice:

Porque el dolor de mirarte en el espejo, duele más que pasar hambre

Escrito en septiembre de 2014.

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